Aunque el Romano Pontífice Sixto
V (1521-1590) confirmó la veneración que la iglesia española profesaba a
Fernando III de Castilla, reconociéndolo como Santo Rey, el Papa Urbano VIII
(1568-1644) vino a imponer severas restricciones al culto por lo que el proceso
de la canonización del Rey se vio detenido hasta que, tras la defunción de Urbano
VIII en 1644, pudo reemprenderse con
redoblado ímpetu para ser, por fin, proclamado santo por Su Santidad Clemente X
(1590-1676) el 7 de febrero del año 1671. En todos los reinos hispánicos de
aquende y allende el Atlántico celebraron tan feliz acontecimiento universal de
la Iglesia Militante que reconocía al Santo Rey como bienaventurado miembro de
la Iglesia Triunfante. Pero pocas ciudades celebraron con mayor efusividad la
canonización de Fernando III el Santo como aquella que tuvo y tiene la gracia de
custodiar sus santas reliquias: Sevilla.
El clero, la nobleza, los hombres cultos y los artistas, el pueblo…
Todos: la totalidad de la población sevillana había sido celosa defensora de la
santidad de Fernando III de Castilla y, conocida la buena nueva, se aprestaron
a celebrar por todo lo alto tamaño evento en Sevilla. Los fastos fueron tan
magníficos que el cabildo de la Santa Iglesia Metropolitana y Patriarcal de
Sevilla encomendó a Fernando de la Torre Farfán (1609-1677) que registrara por
escrito el relato de la fiesta con las
pompas y artificios que se erigieron en Sevilla por tan espléndido
acontecimiento para la Iglesia y para España. Y el comisionado Fernando de la
Torre Farfán compuso así un libro conmemorativo que, al que, a guisa de la
época, puso el prolijo título: “Fiestas de la Santa Iglesia Metropolitana y
Patriarcal de Sevilla. Al nuevo culto del señor Rey S. Fernando el tercero de
Castilla y León; concedido a todas las Iglesias de España, por la Santidad de Nuestro Beatissimo
Padre Clemente X…”, dándose a la estampa en la Casa de la viuda de
Nicolás Rodríguez, Sevilla (faltaría más), el año de gracia de 1672.Don Fernando de la Torre Farfán |
Era a la sazón Fernando de la
Torre Farfán un erudito sacerdote, fino poeta y cronista, además de organizador
de justas literarias y poéticas. Como su segundo apellido indica, Fernando
pertenecía al esclarecido linaje de los Farfán de los Godos (antiguos godos
cristianos –mozárabes- que se vieron a ser deportados a África, tras la
expedición de Alfonso I el Batallador a las Andalucías, pero que durante la
Reconquista retornaron a la península para engrosar las filas de los ejércitos
cristianos). El mérito de la autoría del libro que conmemoró la canonización de
San Fernando en Sevilla es, indudablemente, de Fernando de la Torre Farfán,
pero el esplendor de las fiestas de que da cuenta no sería debido solo a
Fernando de la Torre Farfán, puesto que al texto que fue de su Minerva, le
acompañaron los impresores que pusieron toda su habilidad y los recursos
técnicos de la época para que saliera de las prensas una obra encomiable no
sólo por la materia que toca, sino por su concepción y forma. Y, además de la
pulcritud con la que trabajaron los impresores para producir una obra maestra,
hay que añadirle la calidad artística de los 21 grabados con los que la obra se
estampaba, hechura de artistas de la talla de Juan de Valdés Leal (1622-1690), famoso
por las excelentes obras pictóricas que exornan el Hospital de la Santa Caridad
de Sevilla, y el mismo que también realizaría, a petición del cabildo
catedralicio de Jaén, el óleo sobre lienzo de San Fernando Triunfante para la
Santa Iglesia Catedral de Jaén, donde a día de hoy se conserva: aprovecho para
decir que uno de los grabados más excelentes de esta magna obra que comento guarda
una inconfundible similitud con la composición del óleo de la catedral
giennense (especialistas en Historia del Arte podrían afinar más que yo en la
puntería en cuanto a la datación comparada de ambas obras artísticas). Además
de Valdés Leal trabajarían en los grabados de este libro otros artistas como la
misma hija del maestro Valdés Leal, Luisa Rafaela de Valdés Morales (nacida en
1654), el hermano de ésta e hijo de aquél, Lucas Valdés (1661-1725), Francisco
Herrera “El Mozo” (1622-1685), Matías de Arteaga (1630-1703) y el genial
Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682);
Murillo había empezado muy pronto a recopilar, junto a Francisco López
de Caro, la representaciones iconográficas que sobre Fernando III el Santo
existían en Sevilla.
Triunfo de la Canonización de Fernando III el Santo, Juan de Valdés Leal |
La obra que nos ocupa, por lo tanto,
es un caso paradigmático de un género bibliográfico a medio camino entre la
literatura y la imagen que fue muy cultivado en la España de los Siglos de Oro
hasta bien entrado el XVIII: el por lo general conocido con el nombre de “Emblemática”. La “emblemática” constituye un
género hoy por desgracia desaparecido cuyos inicios pueden fecharse allá por el
siglo XV, con la “Hypnerotomachia Poliphili” (El Sueño de Polifilo) de
Francesco Colonna y los “Hieroglyphica” de Horapollo. En ella se dan la mano el
arte de la memoria, los bestiarios medievales y la erudición humanista tan del
gusto del Renacimiento. En el siglo XVI sería el milanés Andrea Alciato el que
la elevaría a su máxima expresión, marcando un antecedente que inspiraría a
otros que siguieron su estela como Giovio, Simeoni o Tasso. España no se
quedaría rezagada y, tras las traducciones al castellano de las principales
obras emblemáticas que se hacían en Europa (sobre todo en Italia), algunos
españoles acometerían la labor de “fabricar” sus propios repertorios
emblemáticos: así, humanistas polígrafos como Benito Arias Montano, el
valenciano Juan de Borja, Juan de Horozco y Covarrubias, Sebastián de
Covarrubias, el jiennense Juan Francisco de Villava irían dando sus “Emblemas”,
“Empresas”, etcétera a las prensas, aunque -como hitos principales de la
“emblemática” española- hemos de citar la “Idea de un príncipe político
christiano, representada en cien Empresas” de Saavedra Fajardo o el tratado de
Baltasar Gracián titulado “Agudeza y arte de ingenio”. Los jesuitas prestarían
especial atención a esta modalidad literaria-iconográfica, en virtud de las
mismas enseñanzas que habían recibido de su Padre Fundador San Ignacio de
Loyola, éste -en los “Ejercicios Espirituales”- empleaba recursos eminentemente
de la “imaginación” para la meditación eficaz que condujera al practicante a la
transformación radical de su vida, encaminando ésta en derechura a su
salvación.
Es por esto último, por ser el
testimonio sobreviviente de aquellas celebraciones festivas, por lo que este
libro de Fernando de la Torre Farfán adquiere para nosotros, devotos de San
Fernando Rey, un enorme valor. Aquella Sevilla de las postrimerías del siglo
XVII, de arraigadas y fuertes devociones, se movilizaba para ensalzar a
Fernando III el Santo en una apoteosis como nunca se viera antes, desplegando toda
la pompa y magnificencia barrocas: hombres cultos y artistas arrimaban el
hombro para conjuntamente ofrecer al pueblo hispalense unas jornadas que
merecían ser recordadas a perpetuidad, incluso después de retirar todas las
arquitecturas efímeras que se erigieron para solemnizar los oficios religiosos
y el regocijo popular. Y gracias a éste libro de Fernando de la Torre Farfán
podemos figurarnos el impacto que aquellas fiestas tuvo en la población de
Sevilla.
El libro, por lo tanto, no
constituye una biografía –hagiografía, dijéramos mejor- de San Fernando Rey, sino
que es el documento de unas jornadas apoteósicas que mantuvieron a Sevilla en
vilo, amenizando y admirando a la muchedumbre con los recursos del ingenio y el
arte. Es por ello que Fernando de la Torre Farfán, en la dedicatoria al Rey
Nuestro Señor, establece el límite de su propósito, declarando que: "No
es mi asunto, pues, escribir tan grande Historia, sino solo presentarle a V. M.
en la descripción destas Fiestas la Vida maravillosa, y las Hazañas Inclítas de
un Monarca verdaderamente Héroe, y con toda Perfección Santo". (A partir
de ahora, cuando reproduzcamos pasajes textuales del libro que nos atañe,
advertimos que corregimos sobre la marcha la grafía de la época, para facilitar
la comprensión del lector actual).
Para hacernos una ligera idea de
la sobrecogedora parafernalia barroca y el efecto que produjo en el pueblo
fiel, hagámonos eco de algunos pasajes del mismo cronista que, por ejemplo, nos
traslada que el clero y las autoridades fueron a "visitar la urna gloriosa
del Señor Santo Rey, donde ya estaba colocado un simulacro de su sagrada
efigie, formado de elegante talla, su sitio sobre el altar [...] donde nuestro
prelado con solemnidad y ternura pronunció la oración: "Deus, qui Beatum
Ferdinandum..." a quien respondió el Coro con la Música, los ojos del
innumerable pueblo con lágrimas". El sentimiento de un pueblo entero a
flor de piel: “los ojos del innumerable pueblo con lágrimas” responde a la
oración. Allí clero, nobles, pueblo llano unidos todos bajo San Fernando Rey en
su triunfante proclamación de santidad. La relación también describe la
admirabilísima belleza y engalanamiento con que todo había sido hecho,
estudiado al detalle con el esmero que solo un pueblo artista es capaz. Ahí
está todo aquello, levantándose otra vez en nuestra imaginación lectora
mediante el poder evocatorio de la palabra: las construcciones que se alzaron
para el evento, las medidas, los arcos, los catafalcos, los enseres empleados,
la disposición armoniosa y refulgente del arte, todo ello puesto al servicio de
la edificación espiritual y moral de un pueblo entero: la belleza
transfiguradora que eleva las almas a los altos sentimientos y enciende el
fervor por los nobles ideales, que conmueve e impulsa al bien común. Oficios
religiosos con la mayor de las unciones tridentinas, fuegos artificiales,
jolgorios públicos, máscaras por las calles, desfiles a caballo de la
nobleza... Y los emblemas. No podemos dar cuenta pormenorizada de emblema por
emblema, pero no podemos resistirnos a mostrar algunos de ellos que son de este
tenor:
Las armas del Rey Fernando y sus
atributos monárquicos adquieren, a la luz del ingenio de los artífices de estos
fastos, un poder simbólico condensado en estos tercetos que iban acompañados de
sus respectivas imágenes hechas para la ocasión; así la loriga:
"Vistió el Sagrado Monarca
La Justicia: y hoy la obliga
A su loor, siendo Loriga".
El yelmo:
"Su frente ciñó de acero,
Que templado en la virtud,
Fue celada, y es salud".
Sus virtudes guerreras, su
acometividad y beligerancia, esmaltan al Santo Rey transformándolo en un rayo
del divino Redentor de sus reinos:
"Vistiendo Santa Venganza,
Y armado de Alto Rigor,
brilló Rayo, y Redentor".
Tampoco puede olvidarse la capa
celestial con la que cubren los ángeles al Rey Fernando, admitido gozosamente a
la Gloria de los Santos en premio de sus impecable servicio a Dios como Rey:
"Esta Capa de Zafiros,
En Premio de su Desvelo,
Le dio el Cielo por su
Celo".
El cetro y la espada se convierten
para el glorioso monarca en escalera a la bienaventuranza de la gloria que lo
nimba:
"Deste Cetro, y desta Espada
Hago escala desde el suelo
Por donde subas al Cielo".
Tampoco se olvidan los artífices de estos lemas de agradecer al Santo
Padre de Roma Clemente X que fuese el Papa que proclamase la santidad de
Fernando III, terminándolo por confirmar en su canonización universal que el
pueblo hispánico sentía desde hacía siglos y desde centurias atrás anhelaba:
Para la época de los fastos
estaba claro que las consecuencias de las empresas guerreras: la muerte y el
cautiverio de los enemigos no es ni mucho menos para lamentar, al revés: es
preciosa. Aquellos españoles que celebraban la canonización no sufrían en sus
almas el mal de nuestros aciagos tiempos, cuando un reblandecido
sentimentalismo pacifista parece inducirnos al abandono de toda defensa propia
en un impulso suicida, todo ello en virtud de una perniciosa interpretación del
Evangelio:
"La Cadena, que el Gran Rey
Puso al Moro, como Pena,
Fue Preciosa, aunque
Cadena".
En la guerra, se mata o se muere,
se es derrotado o se vence en gloria. Y es la Cruz la que guía y la que otorga
todo Triunfo:
"Cruza, Moro, que esta Cruz,
Que hace mía la Victoria,
Hará de entrambos la
Gloria".
La fe del Rey, acrisolada en la
prueba de la guerra santa:
"Mi Fe bastará a vencer
Aquella espada encorvada,
Pues Dios ayuda mi espada".
Pero es ese mismo rey, quien por
sus virtudes cristianas y caballerescas, prepara el advenimiento de la Edad de
Oro, vaticinada en sus versos por Hesíodo o Virgilio, así como por otros poetas
clásicos:
"Por ti vuelve el Siglo de
Oro,
Pues supo amistar tu mano
El moro con el cristiano".
"El Áncora de Clemente
Me aseguró la Victoria
De Sevilla y de la Gloria".
Ha sido mi propósito presentar
someramente una obra impresa que constituye un hito a tener en cuenta para todos
los devotos fernandinos. Espero que estos párrafos que a ella he dedicado
estimulen al conocimiento de esta obra emblemática que no tiene parangón en su
género y constituye para la temática fernandina un objeto precioso como
testimonio de nuestra Tradición, tradición fernandina a cuyo estudio estamos
consagrados por voto, como súbditos y caballeros que somos de San Fernando
Rey.
* Manuel Fernández Espinosa
(Torredonjimeno, Jaén, 1971) es licenciado en Filosofía y Ciencias de la
Educación por Salamanca, diplomado en Ciencias Religiosas por la Pontificia de
Comillas y caballero de la Orden de Ballesteros y Caballeros de la Vera Cruz de
Fernando III el Santo de Santa Elena.
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