Pregón de San Antolín 2018

El pasado sábado 25 de agosto, Festividad de San Luis Rey, comenzó una nueva temporada de actividades culturales en el Centro Social Blanca de Castilla de Palencia, con la lectura del Pregón de San Antolín de la A.C.T. Fernando III el Santo. Este año fue el escritor y poeta sevillano Antonio Moreno Ruiz, quien maravilló a los presentes recitando un pregón plagado de sentimiento y orgullo en favor de nuestra tierra, cultura y tradiciones. Desde la A.C.T. Fernando III el Santo recalcamos nuestro agradecimiento una vez más a Don Antonio Moreno Ruiz, por acompañarnos nuevamente en Palencia, alimentando con su prosa, saber y cercanía el alma y orgullo de ser y sentirse españoles. Imposible por lo tanto comenzar mejor un año que promete ser por diferentes razones tan complicado como apasionante, pero cada cosa a su tiempo, y ahora lo que toca es desear a todos los palentinos unas buenas Ferias y Fiestas de San Antolín.



PREGÓN PARA LAS FIESTAS DE SAN ANTOLÍN
ASOCIACIÓN CULTURAL TRADICIONALISTA FERNANDO III EL SANTO DE PALENCIA
Antonio Moreno Ruiz

Buenas tardes, estimados amigos, muchas gracias a todos por venir. Gracias a vuestra Asociación Cultural Tradicionalista Fernando Tercero el Santo, y gracias muy especialmente a José María Reguera y Luis Carlón, en verdad, los máximos artífices de que un servidor esté aquí en estas fechas tan emblemáticas. Ser pregonero de las fiestas de San Antolín es, sin lugar a dudas, un orgullo y un honor, y también una gran responsabilidad.
De verdad: Muchas gracias por confiar en mí para tan importante evento.
En marzo de este año fue la primera vez que conocí físicamente Palencia. Gracias a José María Reguera y Luis Carlón, entre otros. Fue un fin de semana relámpago donde pude presentar mi colección de cuentos Galería de personajes inciertos, así como pude adelantar mi poemario Cantos Ibéricos Taurinos, que aquí traigo como un pan debajo del brazo. Me decían los buenos palentinos que ya no hacía mucho frío, pero para alguien que viene de Despeñaperros para abajo, creedme que el nivel de aquí infunde mucho respeto. Y carácter. Y se entiende muchas cosas. Por ejemplo, la contundencia de las tapas, las sopas y los vinos.
Llegué a Palencia a través de un autobús que me dejó en Valladolid, atravesando la Ruta de la Plata:

Ruta de la Plata,
occidente español,
nexo de Andalucía,
con Castilla y con León,
hacia la estela de Santiago,
hacia el gallego corazón;
pulmón ibérico de
forma, fondo y fervor,
agrestes grietas de cerros
que, escondidas bajo el sol,
vuelan en el silencio dormido
de aquella realidad que se soñó.

Ruta de la Plata,
encinas de tesón,
enclavadas entre senderos,
de frío, luz y amor;
reciedumbre pétrea,
sed de río redentor,
trayecto siempre esperado,
a bordo de la imaginación.

Ruta de la Plata,
dehesas de relumbrón,
toros de fértiles fuerzas,
con aire embriagador,
beben de la espada el aire
que es de acero conquistador.

Ruta de la Plata,
lagunillas ante seco ardor;
ojos minerales te protegen,
ante espejos de lunar color.

Ruta de la Plata,
aún tienes romano rumor.

Ruta de la Plata,
ruta por y para Dios.

Conforme pasan los años, cada vez creo menos en las casualidades y más en la Providencia. Y comoquiera que es cierto eso de que el mundo es un pañuelo, José María Reguera y yo nos conocimos en Lima, la que siempre ha sido conocida como Ciudad de los Reyes, reviviendo el fenómeno de los emigrantes indianos que tantas novelas dio en nuestro pasado reciente.

José María:
Muchos nos hacen a los indianos ricos,
remembrando leyendas novelescas,
mas, por lo visto, nadie parece saber,
de nuestras fatigas, penas y ausencias.

¿Quién sabe de nuestras ansias más allá
de las fotos que exponemos cuando estamos felices?
¿Quién sabe de nuestros deseos, de nuestras
expectativas? ¿Alguien, por ejemplo, dice

algo sobre nuestras decepciones y frustraciones?
Yo sé que hemos de apechugar. Elegimos
cruzar el charco. Nunca nada fue fácil.
Ni tampoco hay que decir que todo es negativo.

Nuestra experiencia aporta el valor,
de una patria que no hemos sabido apreciar,
dejándonos llevar por pesimismos mediocres,
alejándonos de las posibilidades de nuestra realidad. 

Ahora, con nuestras familias, buscaremos
un nuevo comienzo, bajo ibérica conducción.
Ya no nos da miedo de nada. Los indianos
tenemos la chispa, las ganas y el ardor. 

Seremos hilos conductores de un mundo hispano,
que ha de abrazarse en nombre de la geopolítica,
al alimón del criollaje, que aun perdido, puede
volver a ser hallado en esta hora mítica.

Seremos la capa que recubra la Piel de Toro.
Seremos ahora aventureros de tierra adentro.
Somos indianos. Iberos nosotros, americanas nuestras
mujeres, y nuestros hijos, dos mundos en uno pleno.

Hablando de providencialismo, fue José María el que me concretó la toponimia de dos apellidos míos: Resulta que mi abuela paterna, que en paz descanse, se llamaba Josefa Becerril Reinoso. Ahí es nada. Vamos bien. Con este motivo, los amigos Luis Carlón y Ricardo Botín me llevaron al pueblo de Becerril de Campos. Yo creía que Becerril se podría referir a Becerril de la Sierra, que está en Madrid, pero ya se encargaron los palentinos de decirme que no, que la matriz de Becerril está aquí. Al visitar aquel bonito pueblo, sentí un inexplicable cúmulo de emociones. Pensando en mi abuela, pensando en mi sangre, asimismo, también me volví a empapar de identidad castellana en un lugar tan emblemático, en ese paisaje tan arquetípico, tan carismático, tan pictórico, tan subliminal, como es la Meseta:

Meseta de arena y piedra,
entre cepas, rincones verdes,
entre pueblos, lejanías,
entre ciudades, carácter.

Frío seco, recio y montaraz,
impreso en aire de nobles alas,
corteza de fondo de trigo,
espina de matorral vigilante.

Surcos ondeados al viento,
ansiosos de molinos profundos.
Atalaya de piel ibérica; alarmas
godas y ansias berberiscas.

Nervio de acero inoxidable,
espuma de pincho boscoso,
cuerda en el arrojo tensada,
rompeolas de silencio erguido.

Inmensidad deseosa de universo,
camino de novela de inacabada,
Meseta, tu poesía es tu bravura,
tu raza es tu eternidad.

Lo que no sabía es que Reinoso también queda allí mismo, también a pocos kilómetros de Palencia. Y del pueblo de Reinoso es el amigo Raúl Pérez. Y seguimos con el providencialismo, porque entre los apellidos de Luis Carlón, está Ordóñez, que era el segundo apellido de mi abuelo paterno, y resulta que Raúl Pérez es de Reinoso. Al final tengo dos primos en Palencia y yo sin saberlo. Dos parientes y dos arquetipos que me inspiraron hace tiempo la idea de una novela sobre la Tercera Guerra Carlista, nutriéndome de la famosa trilogía de Valle-Inclán. Quién sabe si algún día se materializará el proyecto que me sigue rondando en la cabeza… Dejémoslo a la mentada Providencia.
Así las cosas, todo ello viene a decir que además que se me puede nombrar hijo adoptivo de Palencia, en alguna ocasión mis malvados antepasados castellanos hubieron de cruzar la Tierra de Campos para exterminar el tolerante paraíso islámico, para así privarnos de nuestra culta y bañada sociedad de lectores, propietarios, poetas y fornicadores, en contra de la incultura y la intolerancia que nos trajeron...
Y bueno, ya hablando en serio, alguna vez leí un encabezamiento tan contundente como certero: "No os merecéis a Castilla". Que por parte de la historiografía oficial, Castilla haya pasado como "acaparadora", "centralista", "dictatorial" y no sé cuántas historias más; la tierra del "nadie es más que nadie"... Sin duda, amén de ser eso injusto, es ignorante por no decir otras cosas. Hay que ser especialmente canalla, porque Castilla siempre ha sido justamente lo contrario. Y Castilla se ve muy bien a través de su gente. ¿Gente seca? Eso es un juicio de valor muy gratuito. De todas formas, y si así fuera, ¿y qué? Gente seria, gente franca, gente que va de frente; gente a la que nadie gana en nobleza ni en generosidad. Gente que te abre las puertas de su casa de par en par. Gente que sabe de la buena mesa y se empeña en sentarte con ellos sin dejarte que pagues. Gente altiva, naturalmente. ¿Y por qué no habría de serlo, viendo la inmensidad de su estepa? ¿Por qué no habría de serlo, si durante siglos fue una sociedad que se rigió por sus méritos?
Mientras más viajo por Castilla, más me convenzo de sus encantos, más orgulloso me siento de tener sangre castellana (como tantísimos otros andaluces) y más criminal considero que el andalucismo, o mejor dicho, el al-andalusismo, aun sin conseguirlo, nos haya intentado pudrirnos los cerebros mintiéndonos sobre nuestra historia común para que odiemos a esta bendita tierra cuyos hombres libres, arquetipos de campesinos-soldados, atravesaron unidos a otros españoles para juntar la impresionante y pictórica Meseta con el hermoso valle del Guadalquivir. Por ello, evoco un poema que escribí con el amor a Castilla a flor de piel y que le dediqué a vuestra imprescindible asociación en su día:

SANGRE DE CASTILLO DE ORO

Sangre de castillo de oro,
sangre de recia rectitud,
sangre de nobleza y lealtad,
sangre de espada de luz.

Sangre de sol escondido,
sangre de monte severo,
sangre de barba de nieve,
sangre de piedra de cielo.

¡Adelante! Sangre que hierve
con burbujas de inexpugnable
ardor y amor sincero, el
futuro te llama con amable

agradecimiento por la labor
desarrollada. Mereces
gratitud y reconocimiento.
Vives. Sigues. Creces.

Dios sabe qué pasará,
mas sea el deber cumplido.
La sangre se afirma, se nutre,
y se siente con valor altivo.

Por lo cultual y lo cultural,
los antepasados braman.
Sangre de cruz dolorosa.
Sangre de cruz abigarrada.

¡Sangre de castillo de oro,
marca la hora promisoria!
¡No hay quien pueda contigo!
¡Guía hacia el honor y la gloria!

Gracias Castilla por ser como eres.

Gracias castellanos por ser como sois.
Por algo escogí para mi hija un padrino castellano.
Y por algo cada vez se descubren más lazos intrahistóricos entre Palencia y Sevilla. Porque tampoco es baladí que San Martín de Tours dé lustroso nombre al románico palentino así como sea el nombre de mi parroquia y el patrón de mi pueblo. San Martín de Tours, cuyo culto extendieron, entre otros, los francos que entraron al servicio de nuestro rey santo.

Palencia y Sevilla,
unidas por San Fernando,
con alma de castillo,
y de león imperando,
en alcázares eternos,
los sueños despertando,
orgullosas y henchidas,
por el gran Rey Santo,
cuya aura se desparrama,
hacia el cielo elevando,
con estandartes de victoria,
de católico manto.
¡Palencia y Sevilla,
unidas por San Fernando!

Con Luis Carlón y Ricardo Botín también pude estar en Autillo de Campos, el emblemático pueblo donde el Rey San Fernando fue proclamado rey de Castilla. Aquel pueblo, aquel lugar, en pleno corazón de Palencia, la misma que se solaza en la Tierra de Campos y señala el camino a la Montaña del Cantábrico en la cercanía de León, está siendo justamente recordado gracias a esta incansable asociación, la misma que ostenta el mérito de haber celebrado los aniversarios de la batalla de Las Navas de Tolosa; todo aquello que nos une, que nos enlaza, que nos motiva, que nos honra. La placa de Autillo es, sin duda, testimonio de verdadera y justa memoria histórica. Vosotros habéis marcado el camino a seguir, enraizando para el futuro aquello que nos han intentado borrar del pasado.
Empero, luego de seis años en el Perú, y de por lo menos siete años sin cruzar Despeñaperros, necesitaba Meseta en vena, y vive Dios que me he regenerado, y que me he quedado con las ganas de estar más tiempo, o de traerme directamente a la familia. Pero esto no se va a quedar así y prometo aparecer siempre y cuando me sea posible. Y seguro estoy que, a pesar de los pesares, mientras disminuirá la memoria de Blas Infante Pérez de Vargas (descendiente del insigne caballero fernandino, por más que quisiera renegar de su apellido), aumentará la de Fernando Tercero el Santo. Todo río vuelve a su cauce. Y yo siempre quiero volver a Palencia, porque desde hace tiempo me di cuenta que algo muy bueno se cuece aquí, que algo muy bueno da que hablar y que mal que bien, aquí hay un epicentro de esa España nuestra que se resiste a morir.
Y eso: Que muchos no se merecen a Castilla. Sin embargo, otros muchos queremos merecérnosla.
Con todo, vamos a centrarnos un poco en la figura que da nombre a estas fiestas, al insigne patrón de esta ciudad (así como también es patrón de Medina del Campo y del gremio de los cazadores): Antolín de Pamiers. Estamos ante un mártir visigodo que vivió en los siglos V y VI, venerado como santo en la iglesia católica, así como también por los cristianos orientales. Cierto es que al menos parte de su hagiografía es legendaria, y son pocos los datos precisos que tenemos de este santo. Al igual que ocurrió con otros correligionarios de los primeros tiempos de la Spania visigoda, fue mártir, testimonio de fe, por no querer abrazar el arrianismo junto a dos de sus discípulos, Juan y Almaquio, que junto a él reciben culto. Aquí en Palencia se conservan algunas de sus reliquias, y no en vano, la catedral le está consagrada. Se cree que sus reliquias fueron traídas por el rey Wamba desde Narbona en el año 673.
La iconografía habitual nos presenta a San Antolín como un hombre joven, ataviado con la dalmática propia de los diáconos, portando casi siempre una palma alusiva al martirio, y, como atributo más característico, un cuchillo u hoja afilada clavado en su hombro o en la parte inferior del cuello, siendo celebrada su festividad el día dos de septiembre. En este señero día es cuando se abre la cripta de la catedral para ofrecer el agua de su pozo a los asistentes, tradición muy arraigada entre los palentinos. Es día de eucaristía y de procesión para Palencia.
Uno de los milagros que se le atribuye a San Antolín, ante las torturas que padeció es que, sacado del arresto al que lo someten a priori, con una piedra de molino atada al cuello, ser lanzado al río Garona, salió a flote, por lo cual muchos lugareños se convirtieron al catolicismo al presenciar semejante prodigio.
Como bien reivindica Luis Carlón, Palencia siempre ha sido un puntal religioso y cultural en nuestra Península. Desde tiempos romanos, gozó de importancia estratégica. Y eso continuó en el Reino Visigodo de Toledo. Hablando de romanos y hablando de visigodos, así podemos definirlos como columnas fundamentales de España, de nuestra identidad patria:

De Toledo a Constantinopla,
un mundo se fue haciendo,
desde la Piel de Toro a la Hélade,
con un nuevo y fuerte refresco,
de irrupciones germánicas y helénicas,
bajo el manto romano, que es eterno;
dos pilares para una civilización,
columnas de Spania, de la tierra al cielo.

Antes mencionamos al rey Wamba, el mismo que trajo las reliquias de San Antolín. Esto lo hizo luego de sofocar una rebelión en la Galia Narbonense, pero sólo trajo una parte.  Fue este rey godo el que ordenó enterrar al santo en el templo que ya existía en esta ciudad, en la parte inferior de la cripta, siendo que a día de hoy constituye uno de los principales monumentos (y mejor conservados) de este periodo histórico que muchos quieren silenciar por motivos ideológicos suicidas. “Lógico”, como defienden grandes historiadores tales como Claudio Sánchez Albornoz, Daniel Gómez Aragonés o el padre Santiago Cantera, es este período histórico que el que explica la constitución y el contexto de la historia de España como patria.
Sea como fuere, con Wamba se trajo para Palencia un omóplato y parte del brazo, siendo que los demás restos desaparecen destruidos por los calvinistas en las guerras del siglo XVI. Los calvinistas, esos fieros deterministas que hablaban del dinero como bendición divina y que invocaban a la libertad religiosa para después quemar (literalmente) a todo aquel que les tosiera; esos que supuestamente trajeron el progreso a Europa y que nuestros acomplejados desde el siglo XIX nos los ponen de ejemplo… En fin, como dice el clásico castellano, “mejor será no meneallo”.
Llegados a este punto, podemos hacer una síntesis que me parece, cuanto menos, entrañable: Las fiestas de San Antolín nos enlazan con aspectos íntimos y determinantes de nuestra historia. Por un lado, tienen una fuerte ligazón goda. Por otro lado, este santo es especialmente venerado en España, Francia y Siria, trazando así una gran calzada grecorromana que nos retrotrae a francos, visigodos y bizantinos, y no en vano el Imperio Romano de Oriente tuvo mayor o menor presencia en España, de las Baleares a Ceuta, durante un par de siglos, prolongando la presencia romana en nuestra historia durante ocho siglos. Digo esto de ocho siglos porque muchas veces los islamófilos utilizan eso de ocho siglos como mantra…
Tanto godos como romanos orientales van a evolucionar el vocablo “Hispania” a “Spania”. En esta época que se nos pretende ocultar con malas artes está la clave de lo que somos, lo que fuimos y lo que podemos llegar a ser. Aquí tenemos una constante lámpara votiva que nos alimenta con su oleosa y divina luz, EX SPANIA LUX

Entre bizantina e irlandesa,
parece presentarse la
mozárabe iconografía.

Luz de beatitud,
sello de Cristiandad,
inspiración bíblica.

Antigüedad y tenacidad,
occidente y oriente,
hispánica maravilla.

Ex Spania lux.
Vuelvan los iconos.
Vuelva la mozarabía. 

Tiempos de resistencia.
Tiempos de fe, siempre.
Hay ejemplo. Hay valía.

Hay raíz. Hay origen.
Y por ello, hay futuro.
Vamos por nuestra vía.

Y es que si San Antolín fue un ejemplo de resistencia, de fe, fue también una de las muchas inspiraciones que tuvieron los mozárabes, esto es, los cristianos que pervivieron en sus tierras natales bajo el dominio musulmán, conservando su fe cristiana y su cultura que evolucionaba a lo romance. En verdad los mozárabes fueron la prolongación visigoda de sur a norte. Los reyes de León los establecieron en el noroeste, pudiendo revivir en una patria que siempre había sido suya para con sus esencias. Ellos mantuvieron la liturgia hispanovisigótica y asimismo se destacaron como grandes constructores. Tanto el prerrománico asturiano como el mozárabe son esas continuaciones artísticas y esenciales de una Spania celtibérica, romana y goda que, aun perdida, quería volver a encontrarse, encontrando en Covadonga el leitmotiv de una resistencia que no podía acabar hasta vencer por completo a la media luna.
Siendo Palencia una referencia obligada de la historia hispanogótica, teniendo un incontestable patrimonio arqueológico como máximo testimonio, seguimos avanzando en esa síntesis anunciada, porque es que, por si fuera poco, esta muy palentina fiesta está directamente relacionada con la fiesta de los toros. Y ya que vamos a hablar de los Cantos Ibéricos Taurinos, no está de más reseñarlo. No es cuestión de hacer aquí un tratado histórico taurino, para eso tenemos el Cossío y otros muy buenos. Pero sí creo que es ocasión destacar la intimidad y la esencia de nuestro carácter volcado en esta fiesta que, aun evolucionada, hunde sus raíces en nuestros más ancestrales orígenes. Como hablábamos en la anterior ocasión que estuve en Palencia, en el toreo se trasluce mucho el estoicismo, que como dijo el pensador granadino Ángel Ganivet, es acaso la filosofía de España, y vive Dios que si nos centramos en Séneca y Marco Aurelio, parece que se traza un camino que enlaza directamente hasta con Quevedo.
El estoicismo nos explica que hay cosas que, sencillamente, no tienen solución, o no tienen solución al menos en un sentido materialista e inmediato tal y como se entiende hoy. El estoicismo nos lleva a nuestro estilo, a la sobriedad, a la austeridad, a buscar la coherencia, la serenidad, y a morir con las botas puestas, tal y como recordaba en una entrevista el filósofo Gustavo Bueno.

Esa actitud es la que ha de reflejarse en el torero, y mejor torero será si sabe transmitirlo a la afición. Al fin y al cabo, lo que apreciamos en el toreo lo podemos ver en cada torero, porque todo torero es en mayor o menor medida estoico, valiente y artista, como es apolíneo y dionisíaco y hasta pintor y músico, y transmitir eso hacia la afición es su máximo cometido como atleta arquetípico de la Piel de Toro. Y así, el estoicismo se sobrepone a la Historia y nos presenta a la tauromaquia como la relación de un mito que está vivo. Si el eminente escritor Tolkien, grandeza del catolicismo inglés, buscó en las raíces de la mitología nórdica para componer su obra, esto es, su género de mythopoeia encumbrado en el Señor de los Anillos, nosotros, como ibéricos y romanos, no sin contar otras muchas chispas, no tendríamos que recurrir a sagas pasadas, sino a un presente que nunca nos ha dejado. Hay quien cita al toro de Creta y al Minotauro, a Platón sobre la Atlántida, o hay quien cita el culto mitraico (por ejemplo Roy Campbell, otro gran católico inglés y apasionado de la tauromaquia), extendido por los legionarios romanos desde Persia a Hispania… Sea como fuere, con todas las evoluciones lógicas y ulteriores, ¿no hay algo de todo eso en una corrida de toros? ¡Y no es arqueología! ¡Sigue vivo! Eso es lo que me maravilla.
En el toreo tiene que haber mucho de actitud. Yo sé que diciendo esto me voy a meter en camisa de once varas, pero digo públicamente que mi torero favorito es Morante de La Puebla, por razones de paisanaje y hasta de sentimiento, pues “Morante” es el apodo de parte de mi familia materna, y con ese motivo le firmó hace muchos años, cuando todavía era desconocido, una foto a mi abuelo. Entiendo que sobre gustos no hay nada escrito, pero cuando veo que Morante se ha defendido públicamente de los antitaurinos por vía legal, que ha ido hacia ellos en Ronda ridiculizándolos en su cara, o que no tiene miedo a lo políticamente correcto al brindar faenas a intelectuales o hasta políticos polémicos o minoritarios, entiendo que ante los tiempos que nos han tocado, esa es la actitud y ese es el camino. Hay que ir de frente. Se puede caer mejor o se puede caer peor, hasta ahí de acuerdo, pero con la esencia, el estilo y el arquetipo por delante. Porque como decía Cela, esto es una mezcla de ballet y de vicio, y como decía Valle-Inclán, tenemos un temblor de violencia estética, y como decía Lorca, estamos ante la fiesta más culta del mundo. ¿Cómo vamos a andarnos con complejos, con miedos y tonterías? ¡Recurramos a los poetas! Que al final, es lo que nos va a quedar. Y hablando de toros, de Castilla y de Andalucía, evoco a Miguel Hernández, cuya afición taurina a lo mejor no es muy del agrado de los que hoy dicen ser de los suyos: Miguel Hernández, en su poema “Vientos del pueblo”, hizo a mi juicio una de las definiciones más bonitas que jamás se haya leído sobre castellanos y andaluces. De los castellanos dice:

“…y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas.”
Y de los andaluces:
“…andaluces de aceitunas,
nacidos entre guitarras,
y forjados en los yunques
torrenciales de las ansias”.

Mucho de ello es lo que me ha inspirado a escribir el poemario Cantos Ibéricos Taurinos. Porque siendo un aficionado relativamente reciente (y debo mucho mi afición a la pesadez antitaurina, que fue la que me llevó definitivamente a este maravilloso mundo), entendí que para una visión digamos técnica del toreo los había más y mejores que yo, y que como decía el maestro Víctor Barrio QEPD, el toreo, más que defenderlo, hay que enseñarlo. Así, traté de plasmar mi acercamiento como aficionado desde el mismo campo, desde la misma dehesa, hasta las más vehementes posibilidades artísticas y mitológicas que encierra toda una cosmovisión. Invocando a aquellos artistas que han sabido defender la tauromaquia, centrándome en la figura del toro desde las religiones más antiguas hasta nuestros días, y expresando aquello que yo sentía, aquello que me inspiraba, aquello que venía hacia mí como una ráfaga imparable que batía mi alma y me llevaba al mundo agrícola de mi infancia, cuando mi pueblo todavía rebosaba de corrales, antes de convertirse en un sucedáneo urbanita.
Los Cantos Ibéricos Taurinos son mi primera síntesis de aficionado, y ni por asomo quiere ni pretende ser la última cosa que escriba sobre los toros. Ibéricos, en tanto y en cuanto brotan de la intimidad de nuestro pasado más singular, que hoy se extiende como sello de nuestra gastronomía. En estos momentos me encuentro preparando otras cosas, sin prisa, pero sin pausa. Por ejemplo, uno más específico en cuanto a su relación con la mitología, de Creta a Tartessos. Mas, como poeta y aficionado, estos primeros Cantos son, por así decirlo, la expresión y la confesión de cómo yo he llegado a este mundo y de cómo quiero compartirlo y extenderlo. Cada granito de arena que yo pueda aportar será una gran satisfacción.
Llegados a este punto, no dejo de lado a San Antolín, que bien sé que esta su festividad patronal exhala el profundo carácter de la hermosa tierra palentina. Como antes hablábamos del recio y generoso carácter castellano, también tenemos que evocar que Palencia venció al duque de Lancaster con un ejército de mujeres. Ay esos que hablan de feminismo y sin embargo se olvidan siempre de estas cosas… ¡Qué casualidad! Estando todavía presente el desastre de Aljubarrota (batalla que tiene lugar en el año 1385), favorable a las armas portuguesas, Castilla se ve amenazada no sólo por sus conflictos con Portugal, sino también por la intromisión inglesa. Como recordaba el historiador portugués Joaquim Pedro de Oliveira Martins, según Menéndez Pelayo y Unamuno, el historiador más artista de la Península, es en esta época donde nace lo que se ha llamado en Portugal como “la tradicional alianza inglesa”, cosa que según el propio Oliveira Martins, no ha traído más que desgracias no sólo a Portugal, sino al conjunto de toda la posible política peninsular. Asimismo, buena parte del nacionalismo portugués se queja de la intromisión castellana en sus asuntos; sin embargo, los portugueses más cultos, y pienso por ejemplo en António Sardinha, gran pensador y poeta, amigo entrañable de Vázquez de Mella, saben que Portugal se inmiscuyó tanto o más en los asuntos de Castilla. Hasta en el mismo siglo XVIII: En la Guerra de Sucesión Española, el marqués de las Minas llegó a tomar Madrid.

Sea como fuere, volviendo al último tercio del siglo XIV, el complejo sistema de matrimonios y herencias entre los reinos peninsulares, si a veces ofrecía períodos de paz, también traía conflictos difíciles de resolver. Reinaba en Castilla Juan I. El mentado desastre de Aljubarrota fue la traducción de fricciones tanto en la sociedad castellana como en la portuguesa, pues muchas veces las mismas familias reales tenían sus contradicciones en cuanto a los procesos de alianzas matrimoniales y unidades políticas. Aprovechando que Castilla estaba desguarnecida por un duro conflicto militar con Portugal, el duque de Lancaster consideró la situación para aprovechar su desmedida ambición, considerándose pretendiendo legítimo a la Corona de Castilla. Desembarca en Galicia y desde el noroeste piensa con invadir la Meseta. Va tomando La Coruña, Santiago de Compostela, Orense, entablando batallas hasta que llega a Palencia en junio de 1387. ¿Y por quién es derrotado, si Palencia, como muchos otros núcleos urbanos de Castilla y de León, estaba asolada de hombres? Pues fue derrotado por las bravas mujeres de esta tierra, que aun recelosas por la falta de hombres, no dudaron en cumplir con su deber mostrando su valor, quitándole al mentado duque las ganas de hacer y deshacer a su antojo en Castilla. Fueron precursoras de María Pita y de Agustina de Aragón, y de tantas otras heroínas que encumbran nuestra historia con áureas páginas. No, aquí no necesitamos ideologías esquizoides aliñadas con odio; aquí nos basta con el ejemplo práctico de nuestra Historia. Y qué mejor ejemplo que el de las mujeres palentinas, ante las cuales el rey Juan I, para premiar su gesta, su resistencia, les concedió el privilegio perpetuo de portar la banda dorada que las iguala a los caballeros.
Y ya que hablamos de mujeres, de esas mujeres que son conocidas gracias al empeño de vuestra asociación y que la oficialidad mediática y la histeria gramsciana pretende silenciar, saltemos un poco en el tiempo y evoquemos a esa gran mujer que da nombre propio a este centro social que es referencia en toda España: Blanca de Castilla, madre y tía de reyes santos, madre y tía de campeones de la Cristiandad.

Alfonso de Castilla
y Leonor de Plantagenet,
bajo la luz de la corona,
engendraron una gran mujer,

de firme carácter ibérico,
con habilidad y fortaleza consejera,
que no escapó al espíritu,
de la caridad por bandera.

Oh, Blanca de Castilla,
santo y seña de Palencia,
tía de Fernando Tercero el Santo,
hechura de constante referencia.

¡Blanca de Castilla,
la flor de lis,
la flor de la santidad,
madre de San Luis!

¡Qué buenos nombres ve uno por aquí! Blanca de Castilla, Fernando Tercero el Santo… ¡Ahí es nada!

Por ello, inspirándome en los hechos de nuestra Historia, e inspirado en que en Portugal Camoens había escrito Os Lusíadas y Fernando Pessoa Mensagem, aproveché el contenido épico de nuestro acervo, tan injustamente pisoteado e injuriado, cuando no ignorado, y me decidí a publicar Clamores de un español, porque quise reunir un patriotismo hispánico tan autocrítico como sincero y ardiente, buscando la esperanza futura en el virtuosismo de las esencias tradicionales a través de unos versos que mezclan la lírica y la épica, las gestas y las tragedias, el terruño y el universo. Con el añadido de que el gran pintor Augusto Ferrer-Dalmau me autorizó a que su piquero fuera la portada del libro. Parece que está muy de moda eso de que un poeta, un literato o un cineasta español tenga que insultar a España para obtener réditos, ganancias y subvenciones. Pues después de tantos años, vamos a cambiar ese nefasto paradigma. Vamos a amar nuestra historia, nuestra cultura, nuestra tradición. Vamos a hablar bien, con valentía, por derecho. Porque es un orgullo y una responsabilidad en cualquier labor, sea la literatura o sea lo que sea, demostrar amor por nuestra patria. Y ahora que estamos en Palencia, viene muy al caso hablar de esto, porque cuando pienso en esta ciudad, pienso automáticamente en este centro, que realmente fue el que me cautivó y me irradió la imagen de esta tierra, en un ambiente de hermandad, seriedad y juerga. Desde marzo de este año, la saudade me atrapa, y como me dijo Luis Carlón emulando a un legionario romano: Reconozco los síntomas.

Siempre que hablo con amigos como Luis o José María me hablan de la triste despoblación que asola desde el centro al noroeste de nuestra patria. ¡Qué injusticia más grande! Tiene mucho que ver con los ataques al mundo del toro, pues en el fondo, no es sino parte de un todo, de un ataque a nuestro interior, de un ataque a nuestro corazón. Cada aldea castellana, leonesa o gallega que se abandona es como si nos arrancaran un trozo de nuestro cuerpo y un trozo de nuestra alma. Cuando veo el poder del cielo, ese cielo como de ojos grises, ese cielo como de granito, como de lomo de lobo y de mastín, que cubre este sagrado suelo, me inspiro, y aun en la lejanía, sin embargo, me acerco. Porque recuerdo especialmente ese cielo poderoso de Autillo, de Becerril y alrededores, queriendo confundirse con el cromatismo de la imponente catedral y de otros tantos bellos monumentos de esta tierra. Ese gris que me conecta con Autillo de Campos me dice que allí se reconoce a quien se tiene que reconocer con una merecida y honrosa placa su importancia histórica, y así mi Andalucía ha de volver a reconocer a nuestro héroe y padre común, al que en verdad es el padre de la patria.
Primavera de lluvia y trigo,
trae verano de recio sol.
Otoño de hojas caídas,
anuncia invierno rompedor.

¡Palencia! Brillen sobre ti
los días y las estaciones.
Y que no se vaya tu gente,
que tristes son las despoblaciones.

Palencia, cristiana fiel y antigua,
tú, contra Napoleón brava,
tú, céltica y visigoda
bajo una gran esencia romana.

Cielo gris de Palencia,
compaña de la Tierra de Campos,
cielo de barba de nieve,
cielo de místico canto.

Cielo de reflexión románica,
cielo de inmensidad gótica,
cielo de lluviosa piedra,
cielo de patrimonial óptica.

¡Palencia, nobleza y lealtad
de Castilla bajo un cielo
de carácter derramado!
Aúlla, cual lobo ibérico,

defiéndete, cual toro bravo,
sacia tu sed en el río Carrión,
y siempre mira al cielo, que
de la tierra eres el corazón.


Palencia se merece una primavera, un renacimiento. Es de justicia reclamar su lugar no sólo histórico, sino también providencial, que pueda incidir desde el pasado al futuro, habida cuenta de este presente tan problemático que nos atenaza. Sirva para ello un espíritu alegre, el mismo espíritu que anima a la jota tan característica de esta tierra, así como de todas las Españas, desde Navarra a Canarias.

Y bueno, ya no os aburro más. Que San Antolín nos afiance en lealtad, honor y vida eterna y que la fiesta de los toros nos guíe con mítica vehemencia en esa metáfora de la vida y la muerte, siendo que, como dijo el gran mecenas Ignacio Sánchez Mejías, la vida es como un ruedo y el que no torea, embiste. Muchísimas gracias queridos amigos palentinos por invitarme, espero haber estado a la altura de las circunstancias. Y ahora, exclamad conmigo:

¡Viva San Antolín!
¡Viva Blanca de Castilla!
¡Viva Fernando Tercero el Santo!
¡Viva Castilla!
¡Viva España!

Fiestas Patronales de San Antolín en Palencia


Comenzamos una nueva temporada de actividades culturales en el Centro Social Blanca de Castilla, y lo hacemos con el ya tradicional Pregón de San Antolín que organiza la A.C.T. Fernando III el Santo. En esta ocasión contaremos como pregonero con el escritor y poeta sevillano Don Antonio Moreno Ruiz, quien a buen seguro ilustrará a los presentes con su amplio conocimiento y excelsa dialéctica, respecto a la histórica relación que mantiene la capital del Guadalquivír con nuestra tierra palentina.

Desde la A.C.T. Fernando III el Santo deseamos a todos los palentinos unas Felices Ferias y Fiestas de San Antolín 2018

HORARIOS CENTRO SOCIAL BLANCA DE CASTILLA EN SAN ANTOLÍN

sábado 25 de agosto (a las 20:00 horas, Pregón de San Antolín)
jueves 30 de agosto  (sobre las 22:00 horas)
viernes 31 de agosto  (sobre las 22:00 horas)
sábado 1 de septiembre  (sobre las 22:00 horas)

Espada Lobera: "De como España renació de sus cenizas hace ahora 1.300 años"

Coronación de Don Pelayo  (Juan Ramírez de Arellano)

Esta no es una historia actual; lo aquí contado pudo suceder en un tiempo donde los hombres aspiraban a la recia virtud, siempre dispuestos a entregar hasta la última gota de su sangre donde y cuando las circunstancias lo requiriesen en salvaguarda de su fe, leyes y tradiciones; y así mismo sus mujeres, nobles hijas de España, sustentaban con encomiable fe y sacrificio las familias, transmitiendo a las nuevas generaciones las leyes sagradas del deber y del honor. No, definitivamente no es una historia actual, aunque haya numerosas coincidencias con muchas de las dramáticas circunstancias que hoy, como también ocurrió entonces, acechan con oscuras intenciones la esperanza de los hijos de esa misma nación. Y es que hace mucho tiempo que está escrito; siempre habrá leales y siempre habrá traidores.

TIEMPO DE BRUMAS

Aquella noche de final de verano, y bajo las tinieblas que a pesar de la luna llena consentía el hercúleo Monte Corona, un hombre llamado Pelayo repasaba en solitario sus recuerdos junto a una hoguera. Aún era relativamente joven, más los aconteceres de la vida le habían envejecido en muchos aspectos. Lejos quedaban ya sus recuerdos de infancia junto a sus hermanos, -cuando cerca de ese mismo lugar, donde ahora estaba a punto de renacer la esperanza-, soñaba con poder servir algún día al rey, como durante generaciones habían hecho con honor y lealtad sus ancestros. Siendo apenas un niño, su padre, el conde Fáfila, lo envió a Toledo para que fuese instruido -como era común en los hijos de los nobles godos- en los usos políticos de la corte y las artes bélicas. Poco imaginaba Pelayo en aquella primera juventud lo que habría de depararle el destino, y es que por aquel entonces, tanto en su Asturias natal, como en el ambiente distraído de la corte toledana, todo parecía ir razonablemente bien; pero lo cierto es que sobre la España de entonces, acostumbrada como estaba a perpetuos conflictos internos, planeaban ahora nuevos y oscuros nubarrones, a los cuales casi nadie, obcecados como estaban en luchar por sus propios intereses, atisbaba a ver. En aquel tiempo el rey Égica hizo frente a diferentes rebeliones en las provincias Narbonense y Vascona, al ataque bizantino en la costa mediterránea, a conspiraciones de la comunidad judía que ponían en peligro la estabilidad económica del propio reino y al intento del conde Suniefredo de hacerse con el trono a su costa. A todas estas amenazas hizo el rey frente con bravura y mano dura, y para poder controlar de mejor manera futuras amenazas decidió en el año 700 ascender -junto a él- a su hijo Witiza al trono; formando así un gobierno de corregencia, -eran tiempos de desconfianza y nerviosismo en la corte, recordaba Pelayo-. Y fue precisamente en ese tiempo convulso cuando el rey Égica nombró al joven Pelayo espatario del reino; poniéndole al servicio del príncipe corregente durante sus años de gobierno en la corte de Tuy. En tierra gallega, Witiza gobernó con autoridad, pero también con justicia el gran territorio que en su día formó el reino suevo; mientras que su padre combatía las diferentes amenazas que no cesaban de acechar al Reino.
En el año 703 murió el viejo rey Égica, quedando Witiza como único gobernante del Reino, heredando además del trono, muchos de los problemas que acuciaron a su padre durante todo su mandato. Pelayo, -siempre leal al Rey-,  acompañó hasta la capital del Reino a su señor; donde fue ungido Rey de España, -como mandaba la tradición-, durante la celebración del XVIII Concilio de Toledo.  -Aquel Concilio, recordaba Pelayo-, fue en buena parte el detonante de muchos de los males que estaban por llegar, y es que aunque por un lado, y en un principio, sirvió para apaciguar a los nobles agraviados por Égica, al reconocerse sus derechos sobre tierras y rentas confiscadas durante las pasadas revueltas; por otro lado, se aceptaron la mayoría de las cuestiones aprobadas en el Concilio Quinisexto celebrado el año anterior en Constantinopla por orden del emperador Justiniano, y que era toda una declaración de rebeldía frente a la Iglesia Romana. Parte de la nobleza no aceptó de buen grado este giro, devolviendo al reino los tiempos de conspiraciones y desconfianzas; a los que a partir del año 707 se unió una terrible epidemia de peste, que inmediatamente fue entendida por el pueblo como el lógico castigo de Dios a quienes en su nombre traicionaban los mandatos de la Santa Madre Iglesia. El Reino se dividió en dos bandos, y estos poco tenían que ver con estar con el rey, o contra el rey; sino en estar con la verdad y por tanto con Roma, o con la herejía, y por tanto con Constantinopla. La peste no desistía, y a ella se unieron años de sequía que hicieron la posición de Witiza inviable, dado que se obstinaba en mantener lo aprobado en el Concilio frente al sentir común del pueblo y de buena parte de la nobleza. Con la situación así, a nadie le extrañó que el Rey muriese en extrañas circunstancias en el año 710, entendiéndose esta como un mal necesario para poder recuperar el estatus católico del Reino, jurado en el año 589 por el inolvidable rey Recaredo. Aun así Pelayo recordaba con cierta amargura aquel tiempo en que de alguna tuvo manera tuvo que elegir entre su lealtad al rey y su lealtad a la tradición católica del Reino; pero a pesar de ello, recordando después de tanto tiempo aquella mañana primaveral del año 710 en que Rodrigo, “ejemplo de nobleza y bravura de la raza goda”, fue proclamado Rey en Toledo con él a su lado, se adivinaba en su rostro una sonrisa melancólica, debido a lo que pudo ser, y no fue.

TIEMPO DE TRAICIÓN

Mientras la noche avanzaba, recordaba junto al fuego nuestro héroe lo poco que duró la alegría en el Reino: buena parte de la nobleza, leal al clan de los Witiza se levantó frente al Rey, y así mismo vascones y narbonenses aprovecharon de nuevo la inestabilidad creada para también levantarse en demanda de egoístas intenciones. No daba abasto el buen rey Don Rodrigo, quien con una buena parte del ejército cabalgaba sin cesar sofocando unas y otras traiciones a lo largo y ancho del Reino.
A buen seguro, -“la situación habría vuelto con el tiempo a la normalidad como ya ocurrió en circunstancias parecidas durante épocas pasadas”-; pero esta vez, algo fue diferente. El obispo don Oppas (hermano del difunto rey Witiza) y el conde Agila (quien se había autoproclamado rey de los godos en el noroeste de España), tramaron un plan junto a otros nobles traidores y nuevamente con el apoyo económico de la comunidad judía; mediante el cual contactaron con el gobernador Muza, quien a la sazón estaba al mando de las tropas musulmanas que acaban de conquistar para el Califato Omeya de Damasco todo el norte de África. –“Todo fue muy rápido”, recordaba amargamente Pelayo-; y así, en la primavera de 711, estando nuestro protagonista junto al Rey persiguiendo a los vascones que se hallaban sublevados al norte del Ebro, les llegó la noticia de que un contingente de tropas extranjeras había atravesado con la ayuda del conde don Julián, -“ese cobarde traidor que hasta entonces había gobernado la ciudad hispana de Ceuta”-, el estrecho marítimo separado por las Torres de Hércules, y estaba saqueando libre e impíamente los territorios del sur de la Bética.
De inmediato ordenó el Rey a sus tropas abandonar la tierra de los vascones, y dirigirse a galope hacia el sur. Se enviaron mensajeros a las diferentes provincias que formaba el Reino, con orden de incorporación inmediata al ejército real, -de todos los hombres de armas con que contase el Reino-. Tras reunir en Córdoba a principio de verano un contingente cercano a los 30.000 hombres, se lanzó sin más dilación el rey don Rodrigo a la búsqueda de los invasores. Localizaron acampados a los musulmanes el 19 de julio de 711, -año de la ignominia-, cerca de la ciudad de Lacca, junto a la ribera del río Guadalete. Llegó noticia al Rey de que comandaba el ejército agareno -un tal Táriq ben Zayid- , y que en el tiempo transcurrido desde el primer desembarco, se habían unido otros 10.000 guerreros a los 7.000 iniciales. –“No sería cosa fácil vencer, pero en otras similares, cuando no peores se había visto ya el pueblo godo, y siempre la moneda terminó cayendo de su lado”, recordaba Pelayo haber pensado en aquel decisivo momento-.
Una semana duró la batalla, una semana de sacrificio, sufrimiento y muerte bajo un sol de justicia en pos de salvar el Reino Godo de España. El 26 de julio -nunca se podrá olvidar esa fecha- la victoria parecía segura para el bando cristiano; y –“de repente, al atardecer”- se produjo la infamia que nadie esperaba: los hijos de Witiza, a quienes el rey había otorgado la confianza de comandar la caballería en los flancos del ejército hispano, cambiaron por sorpresa de bando, poniéndose a disposición de los infieles comandados por Táriq. Una sensación de  desconcierto y tristeza invadió al rey al contemplar la traición –“toda la Historia de España, y del pueblo godo, debió de pasar en ese instante por su cabeza”, pensó Pelayo-, e igualmente sucedió con las tropas que aún combatían leales, imposibilitadas anímica y cuantitativamente en el intento de frenar el envite final de los extranjeros, quienes al anochecer de la jornada –“junto a los traidores que les abrieron la puerta”- se sabían ya vencedores, y enarbolaban jubilosos sus banderas en señal de victoria. La derrota fue total, y apenas unos pocos leales consiguieron salir vivos de la matanza del río Guadalete. –“Costó convencer al rey”-, quién malherido en el cuerpo, y aún más en el alma, se negaba a sobrevivir a la vergüenza; más entendiendo sus más cercanos que no podían permitir que fuese capturado, consiguieron sacarlo con vida de aquel infame lugar.
Mientras el rey legítimo era llevado hasta lugar seguro en la provincia de Lusitania; el traidor obispo don Oppas, se autoproclamaba rey de España en Toledo. No entendía aún el desdichado obispo, que sus aliados tenían otros planes para él, y para España.

TIEMPO DE ESPERANZA

Como una negra niebla dirigida por fantasmagóricas túnicas se esparcieron por la península en poco tiempo las tropas musulmanas. A los vencedores de Guadalete, se unieron rápidamente nuevos contingentes llegados desde diferentes rincones de África y Oriente, acompañándolos ésta vez el mismísimo gobernador Muza. En pocos meses, y a pesar de que no fueron pocos los focos de resistencia que encontraron -“el propio obispo don Oppas fue expulsado a pedradas de la ciudad de Toledo por los pocos nobles que aún la defendían”-, prácticamente toda la España –“que era cristiana”- desde el lejano día en que fue evangelizada por el propio apóstol Santiago, rendía hoy sin remedio penosa pleitesía a la media luna damasqueña. La destrucción total del ejército de Rodrigo en Guadalete dejó vía libre a los invasores, y la mayoría de los terratenientes optaron por cambiar de fe, -“y perder así el alma”-, a cambio de conservar sus terrenales posesiones. En cuanto a los traidores Witiza, -“el infierno los acoja por toda la eternidad”-, la mayoría de ellos acabaron igualmente integrados en puestos preponderantes dentro del gobierno y la milicia agarena. Las cosas habían cambiado, y para quienes no había otro camino que la lealtad, -lo mejor era pasar un tiempo desapercibido en espera de acontecimientos-, y así mismo para un hombre como Pelayo, no había mejor lugar para ello que las montañas de la tierra astur de su infancia.
Tras la muerte de Rodrigo poco después de la batalla, en su destierro lusitano, poca esperanza quedaba entre aquellos que aún no se resignaban al nuevo status; y aunque en los primeros momentos se optó de forma general por la prudencia, -había quien ilusamente creía en la llegada de ayuda exterior-, el maltrato y las inaceptables exigencias de todo tipo por parte de las autoridades sarracenas, acrecentaron rápidamente el desánimo y malestar de buena parte de la población. Lo que quedaba –“y no era poco”- de la España católica necesitaba un líder, y nadie mejor que Rodrigo para levantar de nuevo la cruz y la espada; y con ellas la esperanza de un pueblo que se negaba a morir sin antes obligarse a derramar con honor hasta la última gota de su sangre. Por entonces, la soledad fue la elección de nuestro héroe, -“vivía junto a su esposa Ermesinda en un viejo casón en la remota Piloña”, dedicándose de forma discreta a poco más que ser un simple agricultor y ganadero; recordaba Pelayo-, pero aún así, hasta ese remoto lugar se acercaban con frecuencia gentes que conocían y admiraban su gallardía y lealtad contrastadas; y ya fuesen estos visitantes viejos camaradas de armas godos, religiosos eremíticos o líderes tribales norteños. Todos le pedían que aceptase ser el nuevo príncipe de la España católica, pues era del común entendido que ya sólo él era respetado por todos para tan justa causa. Pelayo estaba de acuerdo en que se necesitaba un caudillo que levantase el maltrecho ánimo –y es que sin duda “era necesario hacer algo, ¿pero era él realmente el apropiado para liderarlo?”-.
La llegada a Gijón en el año 717 del gobernador Munuza, -“fue sin duda el detonante definitivo del levantamiento”-. De origen bereber, este abigarrado soldado había participado junto a Táriq en todas las campañas de conquista desde el desembarco en Tarifa, y ahora que tanto Muza como el propio Táriq habían viajado hasta Damasco con el fin de rendir cuentas de lo logrado ante el Califa, había conseguido convertirse en el principal líder musulmán en el noroeste de España. Su primera decisión fue capturar a los nobles, incluido Pelayo, y enviarlos a Sevilla bajo el pretexto de rendir cuentas ante las nuevas autoridades, que allí asentaron su primera capital. Su traslado hasta la ciudad herculina –“como había cambiado en tan poco tiempo la vieja Hispalis de San Isidoro”- hizo ver con claridad a Pelayo la triste situación a la que en apenas cinco años habían llevado a España sus nuevos dueños. No había por tanto mucho más que pensar ni dudar; y así -bien se acordaba Pelayo, “dispusieron huir de su cómoda captura tanto él, como otros viejos compañeros de armas que estaban en su misma situación, y volver de inmediato al norte”-.
Su regreso fue recibido con júbilo por nobles, prelados y pueblo llano, e inmediatamente se estableció un sitio en lo más profundo de las montañas donde poder reunirse junto con todos los nobles y jefes tribales, con el fin de desarrollar una estrategia de combate frente a invasores y traidores. Un pequeño valle en la tierra de Valdeón defendido por enormes montañas, fue el lugar elegido para que a lo largo del verano del año 718, un pequeño grupo de elegidos -se juramentasen “en defensa y reconquista de la Patria y Religión de sus ancestros, frente a la barbarie y esclavitud llegada de Oriente”-. Durante el mes de agosto se sucedieron innumerables reuniones, en las que cada cual expuso libremente tanto su opinión como condiciones, -“todos aquellos héroes ofrecieron más de lo que pidieron”-, y finalmente, una vez determinado el levantamiento, se propuso elegir un príncipe que liderase la juramentada cruzada. La votación se llevó a cabo el último día de agosto, determinándose por unanimidad que Don Pelayo sería proclamado Príncipe de los cristianos de Hispania el ocho de septiembre, Festividad del Nacimiento de Nuestra Señora.
El fuego ante el que meditaba Pelayo se desvanecía, a la vez que las primeras luces del amanecer se intuían tras el poderoso Monte Corona. En breves horas sería Príncipe de España, y buena parte de la esperanza de todo un pueblo recaería sobre él. Con el sol ejerciendo ya de testigo en el horizonte, Pelayo salió por última vez de sus recuerdos, y recogiendo de un improvisado altar la cruz y la espada -únicas compañeras de su vela regia; y testigo, fuerza y razón de lo que estaba escrito, “había de venir”-, se encaminó lentamente hasta el lugar elegido para su coronación. Fue ésta celebrada en un lugar recóndito de las montañas astures llamado Cordiñanes, y allí mismo tras la regia ceremonia y posteriores gritos de alegría por el tiempo que comenzaba, -y para que las venideras generaciones de españoles recuerden que hasta en los más oscuros abismos siempre hay esperanza- se levantó en ese mismo momento una ermita en acción de gracias por tan glorioso hecho allí sucedido, -en que España recuperaba su monarquía, y con ello la esperanza de un pueblo que sólo sabe ser libre, cuando es leal-, poniéndose esta bajo el amparo de la Santísima Virgen de la Corona.
Con la proclamación de Pelayo aquella gloriosa jornada de la que este próximo ocho de septiembre se cumplirán mil trescientos años, comenzó para los españoles el TIEMPO DE RECONQUISTA, pero esa ya es otra historia, y también es nuestra Historia.

No pretende esta historia ser fiel reflejo de lo sucedido hace tanto tiempo, pues pocas, y contradictorias, son las crónicas que nos han llegado hasta nuestro tiempo; y por otra parte, y como no puede ser de otra manera, el autor desconoce los pensamientos del rey Pelayo. Si pretende ser un tributo a los españoles que hace ahora 1.300 años dejaron ejemplo de nobleza y lealtad a las postreras generaciones, defendiendo con valor y tenacidad los principios tradicionales e innegociables en que se sustenta nuestra Patria. Está dicho y sabido “siempre habrá leales y siempre habrá traidores”.


Luis Carlón Sjovall
Presidente A.C.T. Fernando III el Santo