El jueves 30 de Mayo de 1252, consumido por
la hidropesía que adquirió durante larga y trabajosa vida castrense, expiraba
el Rey Fernando, con la paz envidiable del justo, en uno de los salones del
Alcázar sevillano.
Doble diadema ceñía sus sienes al morir:
temporal y perecedera la una; celeste y eterna la otra.
Fue Monarca prepotente, verdadero. “Emperador
de España”. De sus
padres, Berenguela de
Castilla y Alfonso de León, hereda Fernando, en
1217 y 1230, el cetro de
ambos reinos, separados en 1157, que así
quedaron unidos
definitivamente. Al esfuerzo de su brazo, se debe las conquistas de Córdoba
(1236), Murcia (1244), Jaén (1245) y Sevilla (1248).
Tanta ocupación, tanto afán, el ningún descanso que en ocho años continuos que estuvo en Andalucía padeció el Rey, no podía menos de causarle grave alteración en la salud. En el sitio de Sevilla infestó al ejército una especie de contagio, porque el exceso de calor que abraza aquel clima hizo un gran movimiento en los castellanos, y como el Rey se guardaba poco y trabajaba mucho, era necesaria consecuencia, que en más delicado cuerpo hiciese más impresión la mudanza. A todo este trabajo visible del Rey añadía la
penitencia secreta de los cilicios y ayunos, y el mitigar y sosegar las
pasiones del alma, que son una lima, aunque sorda, muy penetrante a la salud.
Todas estas fueron la causa de una hidropesía que le ocupó, y a que hallaron
poco remedio los médicos. Hubiera sido la mayor curación el regalo y el
descanso: al primero se oponía su virtud, y al segundo no daba tiempo la
obligación. Los médicos agravaban la enfermedad, porque los medicamentos
lenientes y paliativos daban algún alivio, y el alivio en el Rey era motivo
para nuevo afán, con que el remedio mismo era causa de mayor dolencia. A la
verdad en la relación de la historia, si con reflexión vuelve la vista a
recorrerla, no conocerá ni la menor seña de indisposición en el Rey, antes se
debe admirar la robustez, capaz de atender a tanto sin rendirse; pero estas son
aquellas fuerzas que da el valor, que obran mientras duran, pero destruyen el
cuerpo a quien sustentan. Así sucedió a nuestro héroe, que ocupado todo en el
gobierno de lo conquistado, y deseoso de emplearse en la nueva empresa del
África, se rindió destituido de fuerzas en tan corto tiempo, que ningún
historiador le tiene para referir su enfermedad, y todos pasan desde sus
conquistas a su muerte, desde sus felicidades a su dichoso tránsito, y desde
sus glorias le colocan en la bienaventuranza. Dichoso rey, que empezó a reinar
a los diez y siete años para proseguir reinando por toda una eternidad;
felicísimo héroe, en cuyas glorias no tuvo imperio ni el más mínimo accidente
para morir; glorioso soldado de Cristo, que falleció en la batalla, y hasta en
el mismo punto de espirar tuvo fuerzas para vencer.
Así nos escriben el glorioso tránsito de San
Fernando todos sus historiadores, pues agravándose la hidropesía
cuando estaba tan comprometido en disposiciones militares, y en extender la fe más
allá de los términos de España, conoció su peligro, y al punto mandó se le
administrase el Santo Sacramento del Viático. Prevínose a él con el de la
penitencia, que le administró el obispo de Segovia y gobernador de Sevilla, su
confesor. Este mismo fue quien para la función de darle el Viático vino
acompañado de toda la clerecía a palacio, entró en la pieza donde estaba el
enfermo, y aquí acaba la vida de un grande héroe, y ahora empiezan a referirse las
maravillas de un gran santo. Entró el Obispo en la alcoba, y viendo el Rey que
venía a visitarle misericordioso el que es Rey de los reyes, y Señor de los
señores, se arrojó de la cama, se postró en el suelo, se vistió un tosco dogal
de esparto al cuello, y en traje de malhechor delante de aquel que había de ser
su juez, pidió le pusiesen delante una cruz, que había mandado prevenir.
Delante de aquella insignia de nuestra redención
empezó un no breve razonamiento de la pasión del Hijo de Dios, hasta que en la
cruz dio su vida por nosotros. En cada paso volvía los ojos a Cristo
sacramentado, pidiéndole perdón de sus pecados, y alegando en su favor por
abogado a los mismos méritos y pasión de su juez y su Señor, haciendo, y con
razón, suyos para la misericordia los méritos de quien había padecido por
salvarle. Acabado este paso, prosiguió con otro muy propio de verdadero soldado
de Cristo, y fue una larga protestación de la fe en que había vivido, y por
quien tanto había batallado, y continuando con fervorosísimos actos de
contrición, recibió en su cuerpo el de aquel que es fuente de toda gracia, y
que se comunica por viático para el más difícil trance.
Después de esta ternísima función, dio principio a
otra que cabía muy bien en pecho tan heroico; pero no se alcanza como tuvo ánimo
de ejecutarla en quien obedecía, sin que la ternura debilitase las fuerzas, y
se bañase en lágrimas la imposible obediencia. Mandó al punto que le despojasen
de toda insignia, ostentación o seña de majestad, y que le dejasen como a cualquiera
del pueblo, repitiendo muchas veces: Desnudo salí del vientre de mi madre, y
desnudo tengo de volver al de la tierra. Esta acción muestra que bien supo usar
de la dignidad como santo, como héroe, y como discreto. Tornó de ella todo
cuanto tenía de peso, cuanto era para cumplir con la obligación. Estimaba el
respeto y adoración de rey, en cuanto servía para la obediencia que era precisa
para el servicio de Dios, y no la apreciaba en nada que fuese para su decoro o
su conveniencia. Así luego que conoció que era inútil para el primer fin todo
el aparato real, se desnudó de él, y quedó más quieto en un pobre lecho sin
criados, que había vivido con toda la majestad en los afanes.
Ya desnudo de apariencia de rey, mandó llamar a sus
hijos. Concurrieron a el último testamento o memorial de sus mandas el príncipe
don Alonso su primogénito y sucesor del cetro, y sus hermanos don Fadrique, don
Enrique, don Felipe y don Manuel. Don Sancho no estaba en Sevilla, porque era
ya electo arzobispo de Toledo, y residía en esta ciudad. Doña Berenguela vivía
ya profesa en las señoras Huelgas, y estos dos solos faltaron de los hijos de
la reina doña Beatriz. De los hijos de la reinante doña Juana concurrieron don
Fernando, doña Leonor y don Luis, juntos todos les echó su bendición, les hizo
aquel razonamiento que debemos creer de tal rey, y tal santo; pero tuvo
descontento de ver que algunos autores fingen las cláusulas, y formándolas con
su pluma las escriban como traslado, sin advertir que es borrón la copia no
teniendo el original delante. A lo menos sin que se crea soberbia o timidez, yo
no me atrevo a desfigurar con malas voces el concepto que hago de este
razonamiento, y como palabras de san Fernando en el último trance de su vida
las miro con tal respeto, que me parece atrevido abuso referirlas por idea; y
no teniendo presente original cierto de donde trasladarlas, sólo pondré las que
hallo en la Crónica
del Santo, que escrita en tiempo del rey don Alonso el Sabio, parece la de más
antigua autoridad. En esta Crónica todo el coloquio que se refiere se dirigió
al príncipe don Alonso. Encargole mucho el respeto y veneración a la Reina , a quien rogaba
tuviese como a madre. Pidiole atendiese mucho a sus hermanos. y a su tío el
infante don Alonso; pero porque el texto es breve, y no de poca enseñanza, me
parece trasladarle aquí, que dice de esta manera:
«Cuando el bienaventurado rey don Fernando vido
allí a sus hijos juntos y a la reina doña Juana su mujer, la cual estaba muy
triste y llorosa, llamó al infante don Alonso, que era el heredero, y mandole
que se allegase a él, y alzó la mano, y diole su bendición, y después a todos
los otros, y en presencia de todos los grandes, y ricos-homes que allí estaban,
hizo un razonamiento al infante don Alonso, mostrándole, y dotrinándole cómo
había de regir, y gobernar sus reinos, encargándole que criase, y encaminase en
todo bien a sus hermanos y los amase, y honrase, y los adelantase en sus
estados cuanto él más pudiese. Encargole asímismo mucho a la reina doña Juana
su mujer, que la tuviese por madre, y honrase, y mantuviese siempre su honra
como convenía a reina. Encargole asímismo a su hermano, don Alonso y los otros
hermanos que tenía. Encargole mucho que honrase siempre a todos los grandes de
sus reinos, y a los caballeros nobles, e hijos-dalgos que los tratase mucho
bien, y los hiciese siempre mercedes, y se hubiese bien con todos ellos, y los
guardase sus privilegios, y franquezas, y díjole que si todo esto que le
encargaba y mandaba, cumpliese, é hiciese, que la su bendición cumplida oviese,
y que si no, que la su maldición le alcanzase, y hízole que respondiese amén.»
¡O gran rey aun después de muerto! pues se sabe en la más tierna acción de su
vida desprenderse del afecto de padre desconociendo y maldiciendo al hijo, si
no tenía por tales a sus vasallos.
Prosigue ahora la Crónica el razonamiento. Y
díjole más: «Hijo mío, mirad como quedáis muy rico de muchas tierras y
vasallos, más que ningún otro rey cristiano: haced como siempre hagáis bien, y
seáis bueno, que bien tenéis con qué: ya quedáis señor de toda la tierra que
los moros habían ganado del rey don Rodrigo. Si en este estado que yo vos las
dejo, la supiéredes mantener seréis tan buen rey como yo; mas si de lo que os
dejo perdiéredes algo, no seréis tan buen rey como yo.»
Acabadas estas palabras, salieron de la pieza los
hijos, por no perder en ella la vida de ternura, o por dar algún descanso a su
pena; y quedándose solo el Rey, levantados los ojos al cielo, vio los coros de
Ángeles y compañía de bienaventurados que le estaban aguardando. Pidió una
candela, muestra de su fe, que lucía en el último trance, como había
resplandecido en todas sus conquistas, y tomándola en la mano, mandó al
Arzobispo y clerecía entonasen la letanía de los Santos, y acabada esta, el Te
Deum laudamus: a cuyo tiempo consiguió la mayor de sus victorias, trasladando
su espíritu del trono de Castilla al de la gloria. Rara circunstancia, y en que
cabe poca duda por tener por testigos a cuantos escribieron en aquel tiempo. La
primera vez que por acción de gracias en las victorias o grandes sucesos se
entonó el cántico del Te Deum, fue en la coronación en Castilla del rey don
Fernando. Este usó de esta ceremonia en cuantas ocasiones pudo siempre en señal
de victoria, y en acción de gracias por sus triunfos; y que él mismo dispusiese
se entonase al tiempo de su fallecimiento, acredita de cierto que el Santo
sabía que era su mayor triunfo su muerte. Sucedió ésta en jueves 30 de Mayo,
era 1290, y año del Señor 1252
a los treinta y cinco años y once meses de su reinado en
Castilla, y a los veinte y dos de su reinado en León, y en los cincuenta y
cuatro no cumplidos de su edad. Algunos la extienden a la decrépita, cual es de
ochenta años cumplidos, pero sin fundamento, pues lo contrario se ha convencido
en el cuerpo de la historia.