Cuando, como en los últimos días, los medios de comunicación se hacen eco de las barbaridades de las que son capaces un grupo de menores, tendemos a rasgarnos, farisaicamente, las vestiduras. Siempre buscamos la culpabilidad en la educación prestada por los padres, en el origen cultural de los jóvenes ó en yo qué sé cuantas cosas más. Vivimos en un mundo en el que a la hora de buscar culpables todos echamos balones fuera para intentar que la porquería no nos salpique, aunque nos encontremos cubiertos de ella de pies a cabeza. Nos hallamos en una tesitura en la que el asunto roza lo esperpéntico: Occidente reniega de sus orígenes, hace aguas, la juventud está corrompida y el resto de la sociedad no se siente capaz de poder hacer nada ya que la ponzoña, que se le inoculó, lleva haciendo efecto desde hace varias décadas. Y aun así seguimos mirando hacia otro lado. El mal de nuestra sociedad somos nosotros mismos. Nosotros somos los culpables de que los jóvenes cometan actos vandálicos, de que roben e intimiden, de que violen y asesinen, de que campen, a sus anchas, impunemente; la culpa es nuestra ya que somos consentidores de esos actos. No actuamos para frenarlos ni para reeducarlos, ya sea por miedo, desinterés o porque: “son jóvenes, ya aprenderán”. Nosotros somos culpables de que esos jóvenes se conviertan en adultos y sigan actuando de igual manera, ya que no conocen otra, porque somos tibios, nunca nos posicionamos o nos decantamos a favor de algo por miedo a salirnos del tiesto de lo políticamente correcto, por miedo al qué dirán, a ser excluidos de esta sociedad que nos ha hecho débiles mentales, esta sociedad a la que dejamos pensar por nosotros, la que decide lo que es bueno y lo que es malo y en la que solo existe el color gris, ya que se nos ha privado del blanco y el negro. Una sociedad que, utilizando la terminología de Juan Manuel de Prada, se encuentra dominada por el “Matrix progre”. No queremos ser conscientes de la trascendencia del tiempo en que nos ha tocado vivir pero eso no es excusa ya que nos encontramos en un punto de inflexión que nos puede situar, en los libros de historia, como los causantes del final de Occidente, de nuestra cultura, de nuestras raíces. Nos sentimos inmortales, cual dioses consideramos que nada puede acabar con nosotros, que estamos por encima del bien y del mal. Nuestro fin último es la acumulación de riquezas y la consecución de placer, a cualquier precio pero… no nos debemos dejar engañar, no podemos consentir que sigan decidiendo por nosotros; es el momento de reconocer nuestros errores pasados, momento de posicionarse y de dejar atrás la tibieza, de afrontar nuestro papel en la historia y de no permitir que la situación empeore. Si no frenamos esto, nadie lo hará; es momento de gritar: “¡no quiero tibieza!: "¡confige timore tuo carnes meas!"
Álvaro Pinto - ACT Fernando III el Santo
Columna publicada en el periódico "Palencia Siete".