Llevamos una temporada
escuchando a partidos de corte populista e independentista, –todos ellos
comunistas– pedir continuamente más democracia para el pueblo, articulada en referéndums
y plebiscitos para tomar todo tipo de decisiones.
Como si España fuese una
especie de Confederación Helvética en la que las cuestiones del día a día se
deciden de un modo comunal mediante el recurso a la consulta electoral continua,
determinados partidos exigen incansablemente una representación más directa
–casi casi asamblearia–, olvidando que el principio de legalidad y el respeto a
la ley son tan importantes como el derecho a decidir de los ciudadanos.
Llevamos ya unos cuantos años escuchando a los
independentistas catalanes su cantinela repetitiva y monótona: un supuesto
derecho a decidir sobre su destino en un referéndum sin garantías legales. Cada vez está más claro que el referéndum
catalán no es otra cosa que una maniobra
de distracción para ocultar el foco del verdadero problema: la absoluta
corrupción que inunda hasta el último recodo de la administración
catalana.
Pero esta maniobra de
encubrimiento ha sido comprada por la izquierda independentista y antisistema
para romper la soberanía nacional que emana de todo el pueblo español (y no de
una región en concreto).
El cinismo y los referéndums
No hay un recurso más
querido por la izquierda que un referéndum; y más si este es de carácter
plebiscitario. La izquierda ama este
tipo de consultas electorales porque habitualmente dejan en evidencia al poder
establecido. Eso de nadar entre dos aguas no vale para las consultas de
este tipo, salvo que sean verdaderos maestros del cinismo.
Uno de los mayores despropósitos vividos en España
fue durante la campaña electoral para el referéndum de permanencia en la OTAN. Memorable fue la postura de Felipe González, que
había defendido desde la oposición el eslogan “OTAN, de entrada no”, para luego
convocar la consulta pidiendo el voto afirmativo a la permanencia de España en
la Alianza Atlántica. Por el contrario, Manuel Fraga, partidario de la OTAN,
pidió la abstención con la esperanza de que González dimitiese si perdía el
referéndum.
Cuando un gobernante
sucumbe y delega en el pueblo –mediante la convocatoria de referéndum– las
decisiones difíciles que no quiere tomar directamente, automáticamente se
convierte en un político amortizado. Porque es seguro que quedará como un
tibio, como un cínico o como un tonto.
Los referéndums los carga el diablo y
los disparan los idiotas
Muy cerca en el tiempo
tenemos el caso de David Cameron. El premier
británico, uno de los políticos más simples y temerarios del panorama político
actual, prometió la convocatoria de un referéndum independentista en Escocia
como forma de asegurar su puesto en Downing Street. Y esa intención
electoralista le salió bien la primera vez.
La victoria en el referéndum escocés le hizo
perder completamente la perspectiva y se creyó invencible. De esa falta de
visión política –en alguien lleno de contradicciones y que siempre ha
antepuesto el poder a la ideología– salió el Brexit. Como un jugador de ruleta rusa adicto a la
adrenalina, puso de nuevo a su país al borde del colapso al convocar otra
consulta electoral. Una consulta que perdió, en contra de lo que él mismo creía
(y las encuestas vaticinaban).
El plebiscito por la paz
El último caso de
referéndums inspirados por la izquierda populista viene del otro lado del
charco.
Durante años, los
gobiernos legítimamente constituidos de Colombia tuvieron que hacer frente a
una guerrilla narco-terrorista de corte izquierdista. Una guerrilla, la de las
FARC, que se erigió en uno de los cárteles de la droga más importantes del
mundo. Pero como no hay mejor cosa que revestir de un tamiz ideológico
comportamientos delictivos, la izquierda
mundial siempre consideró aceptable la lucha de estos terroristas que vivían de
matar, secuestrar y extorsionar al pueblo colombiano, mientras se hacían de oro
con el tráfico de drogas.
Gracias a las presiones
de gobiernos populistas de izquierdas como el cubano o el venezolano, se obtuvo
un acuerdo de paz verdaderamente
beneficioso para los matones de las FARC, que pasarían a la vida civil –incluso
recibiendo prebendas y cargos políticos– sin recibir ni el más mínimo castigo
por los crímenes cometidos.
El presidente Santos, antaño responsable de los
mejores golpes operativos contra las FARC, pareció sufrir ese clásico síndrome
de Estocolmo que tantos líderes políticos han sentido cuando negocian con
terroristas y piensan que están pasando a la posteridad como estadistas
acreedores del Premio Nobel de la Paz.
Sin embargo, sabía que
aquel acuerdo partiría en dos a la sociedad colombiana, resquebrajándola hasta
los cimientos. Por eso, en lugar de
someter el acuerdo de paz al beneplácito del parlamento colombiano, prefirió
profundizar en la herida abierta y convocó un “plebiscito por la paz”.
El propio nombre del referéndum ya anunciaba la
terrible perversión de la consulta. ¿Acaso alguien está en contra de la paz? Santos se posicionó a favor de la “paz” e hizo
campaña decidida pidiendo el “sí”, sin ser consciente de que ese “sí a la paz”
implicaba que los más de 200.000 asesinatos cometidos por las FARC quedarían impunes.
El pueblo ha hablado y una vez más le ha llevado
la contraria a sus líderes. Por
una pequeña diferencia ha rechazado esa infame “paz” que pretendían imponerles.
Ahora no tendrán otro remedio que re-negociar los términos del acuerdo.
Y como viene siendo
habitual –cuando los resultados de los referéndums van en contra de los
intereses de la izquierda–, la
maquinaria mediática se ha puesto a funcionar a pleno rendimiento para dejar
claro que el pueblo solo acierta si comulga con sus demagógicos postulados. De
lo contrario, el pueblo es tonto y no merece decidir.
Así es la izquierda y sus
referéndums.
Ricardo Botín Fernández-Maríñez
A.C.T. Fernando III el Santo
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