Dios concedió a los príncipes la soberanía para el gobierno de los pueblos; quiso que ellos estuvieran al frente de quienes comparten su misma suerte de nacer y morir. Por tanto, el principado debe favorecer a los pueblos y no perjudicarles; no oprimirles con tiranía, sino velar por ellos siendo condescendientes, a fin de que este su distintivo del poder sea verdaderamente útil y empleen el don de Dios para proteger a los miembros de Cristo. Cierto que miembros de Cristo son los pueblos fieles, a los que, en tanto les gobiernen de excelente manera con el poder que recibieron, devuelvan a Dios, que se lo concedió, un servicio ciertamente útil.
Cuando los reyes son buenos, ello se debe al favor de Dios; pero cuando son malos, al crimen del pueblo. Como
atestigua Job, la vida de los dirigentes responde a los merecimientos de la
plebe. Porque al enojarse Dios, los pueblos reciben el rector que merecen sus pecados.
Sentencias, 1.3, C.
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