Por su aspecto físico —hechuras para rellenar con soltura un
amplio traje talar; mofletes gordezuelos; barba descuidada; pelo rizado, ralo, recolocado
estratégicamente como si tratase de ocultar los indicios de una tonsura
reciente o de una alopecia galopante— podría decirse que el concejal tiene el aspecto
de un fraile cillerero. De esos que llevan siempre el hábito manchado de vino,
con rastros de grasa y migas de pan pendiendo de la pechera. Su apariencia
descuidada recuerda a la del monje cillerero Remigio da Varagine de El
nombre de la rosa, encarnado en la adaptación cinematográfica de Jean
Jacques Annaud por el actor austriaco Helmut Qualtinger.
Este concejal con aires de fraile rijoso y glotón se ha
hecho famoso por sus tweets. Aunque lo primero que habría que remarcar
es que, en su caso, más que gorjeos, sus píldoras de ciento cuarenta caracteres
parecen ladridos o carcajadas de hiena hambrienta. No solo por ese cinismo
cruel que desprenden, sino por el humor bilioso y revirado del que hace
permanentemente gala. Un supuesto sentido del humor que él, a modo de excusa
para tontos, trata de definir como humor negro.
Tanto este asunto del concejal, como en general los últimos
casos de tuiteros escupiendo gracietas salvajes sin venir a cuento evidencian que
en España hemos perdido el poco sentido del humor que nos quedaba. La falta de cultura
e inteligencia habituales por estos lares han destruido los escasos restos de
humor que sobrevivían a duras penas. ¿Pero realmente alguna vez llegamos a
tener sentido del humor? Permítanme que lo dude. Como el que pierde el paladar
a base de ingerir cantidades ingentes de comida podrida, lo más probable es que
no seamos capaces de reírnos de nada porque estamos hartos de humoristas de
tres al cuarto que pueblan las televisiones soltando patochadas escritas por
guionistas de bolsillos vacíos y cajones repletos de mierda.
Hace mucho tiempo me enseñaron que una persona con sentido
del humor no se pasa todo el día contando chistes como un payaso. Alguien con
sentido del humor se caracteriza, sobre todo, por saberse reír de sí mismo, lo
cual no casa mucho con el estilo sectario de este amago de comisario político. Porque
cuando se le escucha hablar queda claro que se toma a sí mismo mucho más en serio
que a las víctimas de sus chistes.
Este fantoche cargado de resentimiento y malafollá,
aunque haya dimitido a medias, sigue con su cota de poder intacta. Aunque no le
han permitido que imponga sus directrices en el mundillo cultural, ya ha
encontrado a unos cuantos defensores que están de acuerdo en que humillar a los
que no piensan como ellos está bien siempre que sean contrarios a su ideología.
¿Qué habría ocurrido si alguna de sus bromas hubiesen sido dirigidas contra la
población palestina de Gaza, contra los presos de ETA o contra el gobierno de
Venezuela? No hace falta que respondan; ya lo hago yo: le habrían obligado a
renunciar a su acta de concejal; y, como le sucedió a Remigio da Varagine en El
nombre de la Rosa, le habrían paseado encima de un carromato hasta la
hoguera virtual que la progresía aviva a diario contra los que osan quebrar los
inmutables principios de lo políticamente correcto.
21/06/2015
Ricardo Botín Fernández-Maríñez
A.C.T. Fernando III el Santo
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