Espada Lobera: "De como España renació de sus cenizas hace ahora 1.300 años"

Coronación de Don Pelayo  (Juan Ramírez de Arellano)

Esta no es una historia actual; lo aquí contado pudo suceder en un tiempo donde los hombres aspiraban a la recia virtud, siempre dispuestos a entregar hasta la última gota de su sangre donde y cuando las circunstancias lo requiriesen en salvaguarda de su fe, leyes y tradiciones; y así mismo sus mujeres, nobles hijas de España, sustentaban con encomiable fe y sacrificio las familias, transmitiendo a las nuevas generaciones las leyes sagradas del deber y del honor. No, definitivamente no es una historia actual, aunque haya numerosas coincidencias con muchas de las dramáticas circunstancias que hoy, como también ocurrió entonces, acechan con oscuras intenciones la esperanza de los hijos de esa misma nación. Y es que hace mucho tiempo que está escrito; siempre habrá leales y siempre habrá traidores.

TIEMPO DE BRUMAS

Aquella noche de final de verano, y bajo las tinieblas que a pesar de la luna llena consentía el hercúleo Monte Corona, un hombre llamado Pelayo repasaba en solitario sus recuerdos junto a una hoguera. Aún era relativamente joven, más los aconteceres de la vida le habían envejecido en muchos aspectos. Lejos quedaban ya sus recuerdos de infancia junto a sus hermanos, -cuando cerca de ese mismo lugar, donde ahora estaba a punto de renacer la esperanza-, soñaba con poder servir algún día al rey, como durante generaciones habían hecho con honor y lealtad sus ancestros. Siendo apenas un niño, su padre, el conde Fáfila, lo envió a Toledo para que fuese instruido -como era común en los hijos de los nobles godos- en los usos políticos de la corte y las artes bélicas. Poco imaginaba Pelayo en aquella primera juventud lo que habría de depararle el destino, y es que por aquel entonces, tanto en su Asturias natal, como en el ambiente distraído de la corte toledana, todo parecía ir razonablemente bien; pero lo cierto es que sobre la España de entonces, acostumbrada como estaba a perpetuos conflictos internos, planeaban ahora nuevos y oscuros nubarrones, a los cuales casi nadie, obcecados como estaban en luchar por sus propios intereses, atisbaba a ver. En aquel tiempo el rey Égica hizo frente a diferentes rebeliones en las provincias Narbonense y Vascona, al ataque bizantino en la costa mediterránea, a conspiraciones de la comunidad judía que ponían en peligro la estabilidad económica del propio reino y al intento del conde Suniefredo de hacerse con el trono a su costa. A todas estas amenazas hizo el rey frente con bravura y mano dura, y para poder controlar de mejor manera futuras amenazas decidió en el año 700 ascender -junto a él- a su hijo Witiza al trono; formando así un gobierno de corregencia, -eran tiempos de desconfianza y nerviosismo en la corte, recordaba Pelayo-. Y fue precisamente en ese tiempo convulso cuando el rey Égica nombró al joven Pelayo espatario del reino; poniéndole al servicio del príncipe corregente durante sus años de gobierno en la corte de Tuy. En tierra gallega, Witiza gobernó con autoridad, pero también con justicia el gran territorio que en su día formó el reino suevo; mientras que su padre combatía las diferentes amenazas que no cesaban de acechar al Reino.
En el año 703 murió el viejo rey Égica, quedando Witiza como único gobernante del Reino, heredando además del trono, muchos de los problemas que acuciaron a su padre durante todo su mandato. Pelayo, -siempre leal al Rey-,  acompañó hasta la capital del Reino a su señor; donde fue ungido Rey de España, -como mandaba la tradición-, durante la celebración del XVIII Concilio de Toledo.  -Aquel Concilio, recordaba Pelayo-, fue en buena parte el detonante de muchos de los males que estaban por llegar, y es que aunque por un lado, y en un principio, sirvió para apaciguar a los nobles agraviados por Égica, al reconocerse sus derechos sobre tierras y rentas confiscadas durante las pasadas revueltas; por otro lado, se aceptaron la mayoría de las cuestiones aprobadas en el Concilio Quinisexto celebrado el año anterior en Constantinopla por orden del emperador Justiniano, y que era toda una declaración de rebeldía frente a la Iglesia Romana. Parte de la nobleza no aceptó de buen grado este giro, devolviendo al reino los tiempos de conspiraciones y desconfianzas; a los que a partir del año 707 se unió una terrible epidemia de peste, que inmediatamente fue entendida por el pueblo como el lógico castigo de Dios a quienes en su nombre traicionaban los mandatos de la Santa Madre Iglesia. El Reino se dividió en dos bandos, y estos poco tenían que ver con estar con el rey, o contra el rey; sino en estar con la verdad y por tanto con Roma, o con la herejía, y por tanto con Constantinopla. La peste no desistía, y a ella se unieron años de sequía que hicieron la posición de Witiza inviable, dado que se obstinaba en mantener lo aprobado en el Concilio frente al sentir común del pueblo y de buena parte de la nobleza. Con la situación así, a nadie le extrañó que el Rey muriese en extrañas circunstancias en el año 710, entendiéndose esta como un mal necesario para poder recuperar el estatus católico del Reino, jurado en el año 589 por el inolvidable rey Recaredo. Aun así Pelayo recordaba con cierta amargura aquel tiempo en que de alguna tuvo manera tuvo que elegir entre su lealtad al rey y su lealtad a la tradición católica del Reino; pero a pesar de ello, recordando después de tanto tiempo aquella mañana primaveral del año 710 en que Rodrigo, “ejemplo de nobleza y bravura de la raza goda”, fue proclamado Rey en Toledo con él a su lado, se adivinaba en su rostro una sonrisa melancólica, debido a lo que pudo ser, y no fue.

TIEMPO DE TRAICIÓN

Mientras la noche avanzaba, recordaba junto al fuego nuestro héroe lo poco que duró la alegría en el Reino: buena parte de la nobleza, leal al clan de los Witiza se levantó frente al Rey, y así mismo vascones y narbonenses aprovecharon de nuevo la inestabilidad creada para también levantarse en demanda de egoístas intenciones. No daba abasto el buen rey Don Rodrigo, quien con una buena parte del ejército cabalgaba sin cesar sofocando unas y otras traiciones a lo largo y ancho del Reino.
A buen seguro, -“la situación habría vuelto con el tiempo a la normalidad como ya ocurrió en circunstancias parecidas durante épocas pasadas”-; pero esta vez, algo fue diferente. El obispo don Oppas (hermano del difunto rey Witiza) y el conde Agila (quien se había autoproclamado rey de los godos en el noroeste de España), tramaron un plan junto a otros nobles traidores y nuevamente con el apoyo económico de la comunidad judía; mediante el cual contactaron con el gobernador Muza, quien a la sazón estaba al mando de las tropas musulmanas que acaban de conquistar para el Califato Omeya de Damasco todo el norte de África. –“Todo fue muy rápido”, recordaba amargamente Pelayo-; y así, en la primavera de 711, estando nuestro protagonista junto al Rey persiguiendo a los vascones que se hallaban sublevados al norte del Ebro, les llegó la noticia de que un contingente de tropas extranjeras había atravesado con la ayuda del conde don Julián, -“ese cobarde traidor que hasta entonces había gobernado la ciudad hispana de Ceuta”-, el estrecho marítimo separado por las Torres de Hércules, y estaba saqueando libre e impíamente los territorios del sur de la Bética.
De inmediato ordenó el Rey a sus tropas abandonar la tierra de los vascones, y dirigirse a galope hacia el sur. Se enviaron mensajeros a las diferentes provincias que formaba el Reino, con orden de incorporación inmediata al ejército real, -de todos los hombres de armas con que contase el Reino-. Tras reunir en Córdoba a principio de verano un contingente cercano a los 30.000 hombres, se lanzó sin más dilación el rey don Rodrigo a la búsqueda de los invasores. Localizaron acampados a los musulmanes el 19 de julio de 711, -año de la ignominia-, cerca de la ciudad de Lacca, junto a la ribera del río Guadalete. Llegó noticia al Rey de que comandaba el ejército agareno -un tal Táriq ben Zayid- , y que en el tiempo transcurrido desde el primer desembarco, se habían unido otros 10.000 guerreros a los 7.000 iniciales. –“No sería cosa fácil vencer, pero en otras similares, cuando no peores se había visto ya el pueblo godo, y siempre la moneda terminó cayendo de su lado”, recordaba Pelayo haber pensado en aquel decisivo momento-.
Una semana duró la batalla, una semana de sacrificio, sufrimiento y muerte bajo un sol de justicia en pos de salvar el Reino Godo de España. El 26 de julio -nunca se podrá olvidar esa fecha- la victoria parecía segura para el bando cristiano; y –“de repente, al atardecer”- se produjo la infamia que nadie esperaba: los hijos de Witiza, a quienes el rey había otorgado la confianza de comandar la caballería en los flancos del ejército hispano, cambiaron por sorpresa de bando, poniéndose a disposición de los infieles comandados por Táriq. Una sensación de  desconcierto y tristeza invadió al rey al contemplar la traición –“toda la Historia de España, y del pueblo godo, debió de pasar en ese instante por su cabeza”, pensó Pelayo-, e igualmente sucedió con las tropas que aún combatían leales, imposibilitadas anímica y cuantitativamente en el intento de frenar el envite final de los extranjeros, quienes al anochecer de la jornada –“junto a los traidores que les abrieron la puerta”- se sabían ya vencedores, y enarbolaban jubilosos sus banderas en señal de victoria. La derrota fue total, y apenas unos pocos leales consiguieron salir vivos de la matanza del río Guadalete. –“Costó convencer al rey”-, quién malherido en el cuerpo, y aún más en el alma, se negaba a sobrevivir a la vergüenza; más entendiendo sus más cercanos que no podían permitir que fuese capturado, consiguieron sacarlo con vida de aquel infame lugar.
Mientras el rey legítimo era llevado hasta lugar seguro en la provincia de Lusitania; el traidor obispo don Oppas, se autoproclamaba rey de España en Toledo. No entendía aún el desdichado obispo, que sus aliados tenían otros planes para él, y para España.

TIEMPO DE ESPERANZA

Como una negra niebla dirigida por fantasmagóricas túnicas se esparcieron por la península en poco tiempo las tropas musulmanas. A los vencedores de Guadalete, se unieron rápidamente nuevos contingentes llegados desde diferentes rincones de África y Oriente, acompañándolos ésta vez el mismísimo gobernador Muza. En pocos meses, y a pesar de que no fueron pocos los focos de resistencia que encontraron -“el propio obispo don Oppas fue expulsado a pedradas de la ciudad de Toledo por los pocos nobles que aún la defendían”-, prácticamente toda la España –“que era cristiana”- desde el lejano día en que fue evangelizada por el propio apóstol Santiago, rendía hoy sin remedio penosa pleitesía a la media luna damasqueña. La destrucción total del ejército de Rodrigo en Guadalete dejó vía libre a los invasores, y la mayoría de los terratenientes optaron por cambiar de fe, -“y perder así el alma”-, a cambio de conservar sus terrenales posesiones. En cuanto a los traidores Witiza, -“el infierno los acoja por toda la eternidad”-, la mayoría de ellos acabaron igualmente integrados en puestos preponderantes dentro del gobierno y la milicia agarena. Las cosas habían cambiado, y para quienes no había otro camino que la lealtad, -lo mejor era pasar un tiempo desapercibido en espera de acontecimientos-, y así mismo para un hombre como Pelayo, no había mejor lugar para ello que las montañas de la tierra astur de su infancia.
Tras la muerte de Rodrigo poco después de la batalla, en su destierro lusitano, poca esperanza quedaba entre aquellos que aún no se resignaban al nuevo status; y aunque en los primeros momentos se optó de forma general por la prudencia, -había quien ilusamente creía en la llegada de ayuda exterior-, el maltrato y las inaceptables exigencias de todo tipo por parte de las autoridades sarracenas, acrecentaron rápidamente el desánimo y malestar de buena parte de la población. Lo que quedaba –“y no era poco”- de la España católica necesitaba un líder, y nadie mejor que Rodrigo para levantar de nuevo la cruz y la espada; y con ellas la esperanza de un pueblo que se negaba a morir sin antes obligarse a derramar con honor hasta la última gota de su sangre. Por entonces, la soledad fue la elección de nuestro héroe, -“vivía junto a su esposa Ermesinda en un viejo casón en la remota Piloña”, dedicándose de forma discreta a poco más que ser un simple agricultor y ganadero; recordaba Pelayo-, pero aún así, hasta ese remoto lugar se acercaban con frecuencia gentes que conocían y admiraban su gallardía y lealtad contrastadas; y ya fuesen estos visitantes viejos camaradas de armas godos, religiosos eremíticos o líderes tribales norteños. Todos le pedían que aceptase ser el nuevo príncipe de la España católica, pues era del común entendido que ya sólo él era respetado por todos para tan justa causa. Pelayo estaba de acuerdo en que se necesitaba un caudillo que levantase el maltrecho ánimo –y es que sin duda “era necesario hacer algo, ¿pero era él realmente el apropiado para liderarlo?”-.
La llegada a Gijón en el año 717 del gobernador Munuza, -“fue sin duda el detonante definitivo del levantamiento”-. De origen bereber, este abigarrado soldado había participado junto a Táriq en todas las campañas de conquista desde el desembarco en Tarifa, y ahora que tanto Muza como el propio Táriq habían viajado hasta Damasco con el fin de rendir cuentas de lo logrado ante el Califa, había conseguido convertirse en el principal líder musulmán en el noroeste de España. Su primera decisión fue capturar a los nobles, incluido Pelayo, y enviarlos a Sevilla bajo el pretexto de rendir cuentas ante las nuevas autoridades, que allí asentaron su primera capital. Su traslado hasta la ciudad herculina –“como había cambiado en tan poco tiempo la vieja Hispalis de San Isidoro”- hizo ver con claridad a Pelayo la triste situación a la que en apenas cinco años habían llevado a España sus nuevos dueños. No había por tanto mucho más que pensar ni dudar; y así -bien se acordaba Pelayo, “dispusieron huir de su cómoda captura tanto él, como otros viejos compañeros de armas que estaban en su misma situación, y volver de inmediato al norte”-.
Su regreso fue recibido con júbilo por nobles, prelados y pueblo llano, e inmediatamente se estableció un sitio en lo más profundo de las montañas donde poder reunirse junto con todos los nobles y jefes tribales, con el fin de desarrollar una estrategia de combate frente a invasores y traidores. Un pequeño valle en la tierra de Valdeón defendido por enormes montañas, fue el lugar elegido para que a lo largo del verano del año 718, un pequeño grupo de elegidos -se juramentasen “en defensa y reconquista de la Patria y Religión de sus ancestros, frente a la barbarie y esclavitud llegada de Oriente”-. Durante el mes de agosto se sucedieron innumerables reuniones, en las que cada cual expuso libremente tanto su opinión como condiciones, -“todos aquellos héroes ofrecieron más de lo que pidieron”-, y finalmente, una vez determinado el levantamiento, se propuso elegir un príncipe que liderase la juramentada cruzada. La votación se llevó a cabo el último día de agosto, determinándose por unanimidad que Don Pelayo sería proclamado Príncipe de los cristianos de Hispania el ocho de septiembre, Festividad del Nacimiento de Nuestra Señora.
El fuego ante el que meditaba Pelayo se desvanecía, a la vez que las primeras luces del amanecer se intuían tras el poderoso Monte Corona. En breves horas sería Príncipe de España, y buena parte de la esperanza de todo un pueblo recaería sobre él. Con el sol ejerciendo ya de testigo en el horizonte, Pelayo salió por última vez de sus recuerdos, y recogiendo de un improvisado altar la cruz y la espada -únicas compañeras de su vela regia; y testigo, fuerza y razón de lo que estaba escrito, “había de venir”-, se encaminó lentamente hasta el lugar elegido para su coronación. Fue ésta celebrada en un lugar recóndito de las montañas astures llamado Cordiñanes, y allí mismo tras la regia ceremonia y posteriores gritos de alegría por el tiempo que comenzaba, -y para que las venideras generaciones de españoles recuerden que hasta en los más oscuros abismos siempre hay esperanza- se levantó en ese mismo momento una ermita en acción de gracias por tan glorioso hecho allí sucedido, -en que España recuperaba su monarquía, y con ello la esperanza de un pueblo que sólo sabe ser libre, cuando es leal-, poniéndose esta bajo el amparo de la Santísima Virgen de la Corona.
Con la proclamación de Pelayo aquella gloriosa jornada de la que este próximo ocho de septiembre se cumplirán mil trescientos años, comenzó para los españoles el TIEMPO DE RECONQUISTA, pero esa ya es otra historia, y también es nuestra Historia.

No pretende esta historia ser fiel reflejo de lo sucedido hace tanto tiempo, pues pocas, y contradictorias, son las crónicas que nos han llegado hasta nuestro tiempo; y por otra parte, y como no puede ser de otra manera, el autor desconoce los pensamientos del rey Pelayo. Si pretende ser un tributo a los españoles que hace ahora 1.300 años dejaron ejemplo de nobleza y lealtad a las postreras generaciones, defendiendo con valor y tenacidad los principios tradicionales e innegociables en que se sustenta nuestra Patria. Está dicho y sabido “siempre habrá leales y siempre habrá traidores”.


Luis Carlón Sjovall
Presidente A.C.T. Fernando III el Santo

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