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Escudo (S. XIII) de un caballero palentino de la Milicia de la Santa Cruz, llamado Pascual Pérez. |
La negra jornada del diecinueve de julio de 1195, cuando el ejército castellano comandado por el rey propio Alfonso VIII, llamado “el noble” fue derrotado en la Batalla de Alarcos por las tropas almohades llegadas de África, España entera tembló ante la amenaza que sobre ella se cernía en forma de media luna. Aquel día, en el que Castilla defendió en solitario la España cristiana frente a los ejércitos musulmanes llegados de África, supuso, además de una importante pérdida de territorio –la frontera volvió a marcarla el río Tajo-, la casi total aniquilación de sus mejores hombres de armas. Quiso la providencia que el victorioso califa Yusuf II se viese obligado -gracias a una revuelta en Túnez- a regresar a tierra africana para sofocarla, y que así se pudiese lograr una tregua de diez años, que al Reino de Castilla le sirvió para preparar concienzudamente una nueva generación de guerreros. Diecisiete años después, el 16 de julio de 1212, el Rey de Castilla –esta vez junto con los de Aragón y Navarra, además de numerosos cruzados llegados de todos los rincones de la Cristiandad- volvió a enfrentarse a los almohades en La Batalla de Navas de Tolosa, y esta vez sí, la victoria fue cristiana. La Batalla -como se la conoce desde entonces- fue crucial para el devenir de los acontecimientos, así como un episodio esencial en el ideal común de todas las generaciones posteriores de españoles; y Palencia, no solo estuvo presente en semejante gesta de nuestra Historia, sino que además fue parte fundamental. El escudo de la ciudad aún lo recuerda.
A principios del año 1211, el Obispo de Palencia, Don Tello Téllez de Meneses emprendió un viaje a Roma en calidad de embajador del rey Alfonso VIII. Su objetivo, obtener de parte del Papa Inocencio III una bula de cruzada -garantía de que Castilla no sería agredida por el resto de reinos cristianos mientras durase la guerra que se avecinaba de nuevo frente a los ejércitos almohades-. No solo consiguió esto Don Tello, además se trajo una carta firmada por el Papa recomendando a todos los arzobispos -“de España” dice Inocencio III- instando a sus reyes a imitar el ejemplo castellano, y “que concediesen indulgencias a quienes participasen en la batalla”.
El rey Alfonso VIII citó para el día de Pentecostés (20 de mayo de 1212) a las huestes cristianas en la ciudad de Toledo. Hasta allí se habían trasladado las milicias nobiliarias y ciudadanas de toda Castilla (todo hombre capacitado para el combate estaba allí), que junto con cruzados venidos desde Portugal, León, Provenza, Lombardía, Bretaña e incluso Alemania abarrotaban las calles de la vieja capital visigoda. Antes de todo ello, y con el obispo Don Tello de vuelta de su viaje a Roma, se celebró en la Catedral de Palencia a finales de abril de 1212 una ceremonia grandiosa que aún hoy aparece recogida en el Libro Antiguo de Estatutos del Cabildo, y que dice así: “Cuando el Estandarte de la Ciudad de Palencia deba ir a la guerra, así ha de hacerse: todas las personas honorables de la ciudad, deben ir a la hora de vísperas con el Estandarte a la Iglesia de San Antolín, y poner el Estandarte ante el altar del Santo Salvador, y permanecer allí todos con el Estandarte durante toda la noche, y celebrar la vigilia solemnemente”. Las mesnadas de Palencia no faltaron a esta cita, aportando aproximadamente siete mil efectivos, entre caballeros, prelados, peones y gentes de mantenimiento; siendo la fuerza más abundante la milicia ciudadana de la capital -comandada por Don Juan Fernández Sanchón-, seguida por las mesnadas particulares de los poderosos señores de la Tierra de Campos: Don Alfonso Téllez de Meneses y Don Gonzalo Ruiz Girón, por entonces Mayordomo Real de Castilla.
El 20 de junio, una vez incorporado al ejército cruzado el rey Pedro II de Aragón, partió el contingente de Toledo con intención de combatir a las tropas almohades en algún lugar de La Mancha. Tras reconquistar primeramente Malagón, el ejército continúo su camino hacia el sur tomando las fortalezas de Calatrava, Alarcos y Salvatierra sin demasiada resistencia. Se esperaba la aparición del Miramamolín, pero las tropas musulmanas no aparecieron, y el desaliento se apoderó del ejército cruzado. Informado el rey Alfonso de que los almohades esperaban bien parapetados tras la Sierra Morena. Todo eran dudas en las huestes cruzadas; por un lado combatir donde proponían los almohades suponía aventurarse en pleno mes de julio en un territorio muy al sur y sin apenas provisiones, para además combatir frente a un contingente superior en terreno claramente desfavorable. Por el contrario, retirarse significaba perder la que quizá fuese la última oportunidad de combatir unidos los ejércitos cristianos frente al enemigo almohade. Ante esta situación, muchos ultramontanos se retiraron de la Cruzada, una vez que ya habían saciado con conquistas menores sus promesas; por el contrario, animó notablemente la aparición del rey Sancho VII de Navarra, llegado junto con trescientos caballeros norteños para unirse al frente común comandado por el Rey de Castilla.
Cuando finalmente los ejércitos cristianos llegaron frente al Muradal de Sierra Morena, entendieron que no había ninguna opción de conseguir la victoria tal y como estaban parapetados los musulmanes. Y es qué, para enfrentarse al grueso del ejército almohade, debían atravesar el Paso de La Losa (actual Despeñaperros), donde sin duda serían masacrados por los ismaelitas sin ni siquiera llegar a poder combatir. El rey Alfonso aún con tan malas predicciones se negaba a rendirse, y así, cuando apenas quedaba esperanza, apareció en el campamento cristiano un pastor mozárabe llamado Martín Alhaja, quien dijo al Rey conocer una ruta por la que atravesar el Muradal sin necesidad de combatir. Diego López de Haro lideró junto al pastor la marcha nocturna por dicha ruta, que trasladó milagrosamente a todo el ejército cristiano allende de las montañas, dejándolos justo en frente de donde se encontraba el campamento del Califa almohade. Esta losa natural, donde el Rey Alfonso plantó su tienda el 13 de julio de 1212, se conoce desde entonces como “La mesa del rey”.
Tras varios de preparativos, el dieciséis de julio de 1212 y bajo un sol de justicia, se enfrentaron en Navas de Tolosa los dos ejércitos más poderosos vistos hasta entonces en tierra hispana. En el orden de batalla cristiano, destacaba en la primera línea junto al veterano Diego López de Haro, el palentino Alfonso Téllez de Meneses, quien comandó a las huestes leonesas y portuguesas, además de a sus propias mesnadas. El Obispo de Palencia y Gonzalo Ruiz Girón, se mantuvieron en la retaguardia junto a los reyes y resto de prelados hasta que a última hora de la tarde llegó el momento de la embestida final. La Batalla duró todo el día, hasta que finalmente el lado derecho de la vanguardia cristiana (en el que se encontraban los navarros y las gentes de Téllez de Meneses) abrió brecha en el flanco izquierdo musulmán. Inmediatamente avanzaron navarros y palentinos a galope tendido hasta el campamento del miramamolín Al-Nasir, reventando las cadenas del palenque defensivo al que estaban amarrados los más leales siervos del Califa. A partir de ese momento, las tropas musulmanas, viendo huido a su líder y destrozado el campamento, huyeron en desbandada del campo de batalla. La victoria fue total para el rey Alfonso VIII –conocido desde entonces como “el de las navas”, celebrándose un “te deum” al anochecer, justo en el lugar donde poco antes se encontraba el campamento almohade.
Tras la Batalla, los cristianos fallecidos fueron enterrados en una fosa común, sobre la que Alfonso VIII mandó construir una ermita dedicada a la Santa Cruz. Pocos años después, el rey Fernando III el santo creó una orden militar llamada “Militia Sancta Crux”, cuya finalidad fue proteger el legado espiritual y material de la Batalla. Hoy en día, ese lugar de peregrinación espiritual y cultural tan importante como es Navas de Tolosa, sigue protegido por la actual Orden de Caballeros de la Vera Cruz del rey Fernando III, refundada en 2012 con motivo del VIIIº Centenario de La Batalla, y cuyo solar se encuentra en el mismo palacio-fortaleza otorgado por el Rey Fernando III a la primigenia Milicia de la santa Cruz, en la localidad jienense de Santa Elena.
De la importancia de la participación palentina en La Batalla dio honor en su momento el propio rey Alfonso VIII, al conceder al obispo Don Tello, y con ello a la ciudad, el privilegio de unir al castillo -concedido a la ciudad dos siglos antes por Fernando I de León-, la cruz del cielo aparecida durante la Batalla; y que hoy en día se muestra en el escudo palentino como cruz floreada en oro sobre fondo azur. El propio rey concedió a la familia de los Téllez de Meneses - al igual que al rey de Navarra-, el privilegio de portar en su heráldica las cadenas las navas –signo de victoria frente a la esclavitud-, rotas al unísono por Sancho el fuerte y por el propio Don Alfonso Téllez de Meneses. Finalmente, y como bien nos recuerda la tradición popular, Palencia fue premiada de forma excepcional por el rey Alfonso VIII con la Primera Universidad de España , ese mismo año de 1212, en agradecimiento por la heroica participación palentina en la trascendental Batalla de Navas de Tolosa.
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Artículo publicado en El Norte de Castilla (16 de julio de 2018) |
Luis Carlón Sjovall
Presidente A.C.T. Fernando III el Santo
Comendador de Castilla de la Orden de Caballeros de la Vera-Cruz del rey Fernando III