"Dios
nos conservó la victoria, y premió el esfuerzo perseverante dándonos el destino
más alto entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el
planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza
forzó el cabo de las Tormentas, interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, y
reveló los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos los aromas de
Ceilán y las perlas que adornaban la cuna del sol y el tálamo de la aurora. Y
el otro ramal fue a prender en tierra intacta aún de caricias humanas, donde
los ríos eran como mares, los montes, veneros de plata, y en cuyo hemisferio
brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.
Dichosa edad aquélla, de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida. España era o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar al sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible; la fe de aquellos hombres, que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe, que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas batavas con la espada en la boca y el agua a la cintura y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía.
España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones o de los reyes de taifas."
Dichosa edad aquélla, de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida. España era o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar al sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible; la fe de aquellos hombres, que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe, que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas batavas con la espada en la boca y el agua a la cintura y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía.
España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones o de los reyes de taifas."
Historia de los heterodoxos españoles
Marcelino Menéndez Pelayo
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